El gran ojo flotaba en el espacio. Y detrás
de ese ojo, escondido en algún lugar del metal y la maquinaria, había un ojo
pequeño, el ojo de un hombre que miraba y no podía dejar de mirar todas las
multitudes de estrellas y los aumentos y disminuciones de luz a billones de
billones de kilómetros de distancia.
El ojo pequeño se cerró con fatiga. El
capitán John Wilder siguió junto al sistema telescópico que sondeaba el
universo y al final murmuró:
–¿Cuál?
El astrónomo que estaba con él dijo:
–Puedes elegir.
–Ojalá fuera tan fácil. –Wilder abrió los
ojos.–¿Qué sabemos de esa estrella?
–Alfa–Cisne II. Tamaño y espectro como
nuestro sol. Sistema planetario, posible.
–Posible. No seguro. Si elegimos mal la
estrella, Dios ayuda a la gente que enviemos en un viaje de doscientos años
para encontrar un planeta que quizá no esté ahí. No, Dios me ayude, pues la
elección final es mía, y bien puedo enviarme a mí mismo en este viaje. Así que,
¿cómo podemos estar seguros?
–No podemos. No nos queda otra cosa que
decidirnos por lo más probable, despachar la nave y rezar.
–No eres muy alentador. Basta. Estoy
cansado.
Wilder tocó un conmutador que cerró
herméticamente el gran ojo, la lente–cohete del espacio que contemplaba
fríamente el abismo, veía demasiado y sabía poco, y que ahora no sabía nada. El
laboratorio invisible flotó a la deriva en una noche infinita.
–A casa –dijo el capitán–. Volvamos.
Y el ciego mendicante de estrellas giró en
una exhalación de fuego, y desapareció.
Las ciudades fronterizas de Marte parecían
muy hermosas desde arriba. Mientras descendía, Wilder vio los neones sobre las
colinas azules y pensó: Encenderemos esos mundos a billones de kilómetros de
distancia, y los hijos de las gentes que vivan bajo esas luces en este instante
serán inmortales. Muy sencillo; si triunfamos, tendrán una vida eterna.
Una vida eterna. El cohete descendió. Una
vida eterna.
El viento que soplaba de la ciudad
fronteriza traía un olor a grasa. En alguna parte una máquina tragamonedas de
aluminio dentado funcionaba estrepitosamente. La chatarra se oxidaba en un
depósito junto al puerto de cohetes. Unos diarios viejos bailaban solos en la
pista ventosa.
Wilder, inmóvil en lo alto del
ascensor–grúa, tuvo de pronto ganas de no bajar. Las luces se habían convertido
ahora en personas, y ya no eran esas palabras que parecen ocupar toda la mente
y pueden ser manejadas con elegante facilidad.
Suspiró. La carga de la gente era demasiado
pesada. Las estrellas estaban también demasiado lejos.
–¿Capitán? –dijo alguien, detrás.
Wilder dio un paso. El ascensor bajó. Se
hundieron con un chillido mudo en la tierra muy real con gente real, que estaba
esperando para que Wilder eligiera.
A medianoche la caja del telegrama silbó y
estalló en un mensaje proyectado. Wilder, sentado al escritorio, rodeado de
computadoras, no lo tocó durante un largo rato. Cuando al
final sacó el mensaje, lo examinó, lo arrugó, apretándolo en una mano, lo desarrugó
y leyó otra vez:
Ultimo canal se llena la semana próxima. Lo invito a fiesta en yate. huéspedes distinguidos viaje
cuatro días buscando ciudad perdida. rogamos respuesta.
I. V. AARONSON
I. V. AARONSON
Wilder pestañeó y rió en silencio. Aplastó
el papel de nuevo, pero se detuvo, levantó el tubo del teléfono, y dijo:
–Telegrama a I. V. Aaronson, Ciudad I,
Marte. Respuesta afirmativa. No hay ninguna razón sensata, pero igual...
afirmativa.
Y colgó el tubo, y se puso a contemplar esa
noche que obscurecía todas las máquinas que susurraban, sonaban
acompasadamente, se movían.
El canal seco esperaba.
Había estado esperando veinte mil años, y
allí no había sino otra cosa que polvo, que se filtraba en mareas fantasmales.
Ahora, de pronto, el canal murmuraba.
Y ese murmullo se convirtió en aguas que se
deslizan acometiendo y rebotando.
Como si un enorme puño mecánico hubiese
golpeado las rocas en alguna parte, batiendo el aire y gritando
"¡Milagro!", una muralla de agua avanzó orgullosa y alta, por los
conductos y se tendió en todos los lugares secos del canal y fue hacia antiguos
desiertos resecos, sorprendiendo viejos muelles y levantando los esqueletos de
barcos abandonados treinta siglos antes, cuando el agua se había desvanecido.
La marea dobló un recodo y levantó... un
barco nuevo como la mañana misma, con tornillos de plata recién forjados y
tuberías de bronce, y brillantes banderas nuevas cosidas en la Tierra. El
barco, suspendido del costado del canal, llevaba el nombre Aaronson I.
Dentro del barco, un hombre que también se
llamaba Aaronson sonreía. El señor Aaronson estaba sentado escuchando las
aguas que vivían debajo del barco.
El sonido de un planeador, cada vez más
cerca, y de una bicicleta motorizada, cada vez más cerca, entrecortaban el
sonido del agua, y en el aire, como convocados con una mágica sincronización,
atraídos por el resplandor de las olas en el viejo canal, algunos
hombres–tábanos volaban sobre las colinas en máquinas–cohetes, y colgaban
suspendidos como si vacilaran ante este encuentro de vidas provocado por un
hombre rico.
Frunciendo el ceño y sonriendo, el hombre
rico llamó a sus hijos, les gritó ofreciéndoles comida y bebida.
–¡Capitán Wilder! ¡Señor Parkhill! ¡Señor
Beaumont!
El planeador de Wilder perdió altura.
Sam Parkhill dejó la bicicleta motorizada,
pues se había enamorado del yate a primera vista.
–¡Dios mío! –exclamó Beaumont, el actor,
parte del friso de personas que bailaban en el cielo como abejas brillantes al
viento–. He medido mal mi entrada. Llego temprano. ¡No hay público!
–¡Lo aplaudiré al bajar! –gritó el viejo, y
así lo hizo; luego añadió–: ¡Señor Aikens!
–¿Aikens? –dijo Parkhill–. ¿El gran cazador?
Y Aikens se zambulló como para atraparlos
con las asoladoras garras de un halcón. La vida veloz lo había pulido y
asentado como una navaja y ahora el filo de Aikens cortaba el aire, cayendo,
como decidido a vengarse de las gentes que estaban allá abajo y que no le
habían hecho nada. Un instante antes de la destrucción, Aikens tomó altura, y
chillando apenas se deslizó hasta la pista. Aikens llevaba un
cinturón, de donde colgaba un rifle. Tenía los bolsillos abultados, como
un chico que acaba de salir de la bombonería. Hacía pensar que los había
llenado de balas dulces y bombas raras. En las manos, como un chico malo,
sostenía un arma que parecía un rayo caído directamente del puño de Zeus, pero
con una marca: Made in U.S.A. Los ojos de cristal azul–verde menta eran
sorpresas frías en la carne arrugada y ennegrecida por el sol. Lucía una
blanca sonrisa de porcelana, engastada en tendones africanos. El suelo no
tembló bastante cuando Aikens descendió.
–¡El león merodea por las tierras de Judá!
–exclamó una voz desde el cielo–. ¡Mirad ahora los corderos llevados a la
carnicería!
– ¡Por el amor de Dios, Harry, cállate!
–dijo una voz de mujer.
Y otros dos cometas agitaron las propias
almas, esa tremenda humanidad al viento.
El hombre rico se mostraba jubiloso.
–¡Harry Harpwell!
–¡Mirad al Ángel de la Anunciación que nos
envía el Señor! –dijo el hombre suspendido en el cielo–. Y lo que anuncia es...
–Que está otra vez borracho –suspiró la mujer,
volando delante, sin volver la cabeza.
–Megan Harpwell –dijo el hombre rico, como
un empresario que presenta a su compañía.
–El poeta –dijo Wilder.
–Y la barracuda, la mujer del poeta –murmuró
Parkhill.
–No estoy borracho –gritó el poeta en el
viento, hacia abajo–. Estoy simplemente volando.
Y dejó caer tal diluvio de carcajadas que
los de abajo casi alzaron las manos para protegerse.
Dejándose caer, como un dragón gordo de
papel de seda, el poeta, cuya mujer había cerrado herméticamente la boca, se
posó zumbando sobre el yate. Movió las manos como bendiciendo, y les guiñó el
ojo a Wilder y a Parkhill.
–Harpwell –proclamó–. No es nombre adecuado
para un poeta moderno que sufre en el presente, vive en el pasado, roba huesos
de las tumbas de viejos dramaturgos, y vuela en este nuevo batidor de huevos y
succionador de aire, para depositar sonetos en la cabeza de ustedes. Compadezco
a los viejos santos y ángeles eufóricos que no tenían estas alas invisibles
para lanzarse evoluciones como la oropéndola y en convulsiones extáticas en el
aire mientras cantaban versos o se condenaban al infierno. Pobres espárragos
confinados en la tierra, con las alas cortadas. Sólo los genios volaban. Sólo
las Musas conocían el mareo...
–Harry – dijo la mujer, los pies en tierra,
los ojos cerrados.
–¡Cazador! –exclamó el poeta–. ¡Aikens! Aquí
está la presa más grande de todo el mundo: un poeta en el aire. Me desnudo el
pecho. ¡Deje volar el aguijón de la abeja mielera! Bájeme a mí, Icaro, si las
armas son los rayos del sol encendidos en un tubo y liberados en un solo fuego
que escala el cielo y convierte sebo, pringue, pabilo y lira en simple papilla.
¡Listo, apunten, fuego!
El cazador, de buen humor, levantó el arma.
Entonces el poeta lanzó una carcajada mucho
más poderosa y literalmente expuso el pecho desgarrándose la camisa.
En ese momento llegó la calma, por la orilla
del canal.
Apareció una mujer caminando. La criada iba
detrás. No había vehículo a la vista, y parecía casi como si las dos hubieran
andado mucho desde las colinas de Marte y ahora se detuvieran.
La verdadera calma de esa entrada confirió
dignidad y atención a Cara Corelli.
El poeta interrumpió el lirismo en el cielo
y aterrizó.
Toda la compañía miraba a esa actriz que les
devolvía la mirada sin verlos. Estaba vestida de negro; el mismo color del pelo
obscuro. Caminaba como una mujer que ha hablado poco en la vida y ahora
estuviera frente a ellos con el mismo sosiego, como esperando que alguien se
adelantara a moverse. El viento le sopló el pelo que le caía sobre los hombros.
La palidez de la cara era notable. Esa palidez, más que los ojos, miraba a
todos fijamente.
Luego, sin decir una palabra, la mujer bajó
al yate y se sentó adelante, como un mascarón de proa que conoce su sitio y allí
va.
El momento de silencio había concluido.
Aaronson recorrió con el dedo la lista
impresa de invitados.
–Un actor, una hermosa mujer que por
casualidad es actriz, un cazador, un poeta, la mujer del poeta, el capitán de
un cohete, un ex técnico. ¡Todos a bordo!
En la popa de la enorme nave, Aaronson
extendió los mapas.
–Señoras y señores – dijo–, esto es más que
una juerga, una fiesta, una excursión de cuatro días. ¡Esto es una búsqueda!
Esperó a que las caras de los otros se
iluminaran, como correspondía, y que pasaran la mirada de los ojos de él a los
mapas, y entonces dijo:
–Estamos buscando la fabulosa Ciudad Perdida
de Marte, llamada en un tiempo Dia–Sao. La Ciudad Condenada, así la llamaban.
Tenía algo terrible. Los habitantes huyeron de allí como de la peste. La
Ciudad quedó vacía. Aún sigue vacía, siglos después.
– En los últimos quince años –dijo el
capitán Wilder–hemos completado las cartas, los mapas y los índices tabulados
de cada metro del territorio de Marte. No se puede pasar por alto una ciudad de
ese tamaño.
–Es cierto –dijo Aaronson–, ustedes han
trazado mapas desde el cielo, desde los campos, ¡pero desde el agua! ¡Pues los
canales estuvieron vacíos hasta ahora! De modo que tomaremos las nuevas aguas
que llenan este último canal e iremos a donde fueron alguna vez los barcos en
los viejos tiempos, y veremos las últimas cosas nuevas que han de ser vistas en
Marte. –El hombre rico continuó: –Y en algún lugar de nuestro trayecto, tan
seguro como el aire que respiramos, encontraremos la más hermosa, la más
fantástica, la más terrible ciudad de la historia de este viejo mundo. Y
caminando por esa ciudad, ¿quién sabe?, descubriremos por qué motivo los
marcianos huyeron dando gritos, como dice la leyenda, hace diez mil años.
Silencio. Luego el poeta estrechó la mano
del viejo.
–¡Bravo! ¡Muy bien!
–Y en esa ciudad –dijo Aikens, el cazador–,
¿podría haber armas nunca vistas?
–Muy probable, señor.
–Bien –el cazador acunó el disparador de
rayos–. Yo estaba aburrido de la Tierra, he disparado a todos los animales, he
salido por falta de presas, y he venido aquí en busca de antropófagos más
nuevos, mejores, más peligrosos, de toda forma o tamaño. ¡Ahora, además, nuevas
armas! ¿Qué otra cosa se puede pedir? ¡Formidable!
Y dejó caer por la borda el rayo de plata
azul, que se hundió en el agua clara, burbujeando.
–Salgamos de aquí.
– Sí, es cierto –dijo Aaronson–, salgamos de
aquí.
Y apretó el botón que botaba el yate.
Y el agua se llevó el yate.
Y la nave avanzó hacia donde apuntaba la
quieta palidez de Cara Corelli: más allá.
Mientras tanto el poeta abría la primera
botella de champán. El corcho salió con un estampido. Sólo el cazador no
saltó.
El yate navegó regularmente durante el día
hasta la noche. Encontraron unas ruinas antiguas y cenaron allí y bebieron un
buen vino importado a sesenta millones de kilómetros de la Tierra. Se señaló
que había viajado bien.
Luego del vino llegó el poeta, un buen rato,
y después el sueño a bordo del yate que se desplazaba en busca de una ciudad
que nadie había encontrado hasta entonces.
A las tres de la mañana, inquieto, poco
acostumbrado a la gravedad de un planeta que le tironeaba el cuerpo y no lo
dejaba en libertad de soñar, Wilder salió a la popa y encontró allí a la
actriz.
La mujer estaba contemplando las aguas que
se deslizaban en obscuras revelaciones y apartamientos de estrellas.
Wilder se sentó junto a la mujer y pensó una
pregunta.
En ese silencio, Cara Corelli se hizo la
misma pregunta y la contestó.
– Estoy aquí en Marte porque no hace mucho,
por primera vez en mi vida, un hombre me dijo la verdad.
Quizá la actriz esperaba sorprender a
Wilder. Wilder no dijo nada.
El barco se movía como sobre una corriente
de aceite silencioso.
–Soy una mujer hermosa. He sido hermosa toda
mi vida. Lo cual significa que desde el principio la gente mintió simplemente
porque deseaba estar conmigo. Crecí rodeada por las mentiras de hombres,
mujeres y niños que no podían arriesgarse a desagradarme. Cuando la belleza
asoma, el mundo tiembla.
"¿Ha visto alguna vez a una hermosa
mujer rodeada de hombres, los ha visto asintiendo, asintiendo? ¿Ha escuchado
esas risas? Los hombres ríen de cualquier tontería que diga una mujer hermosa.
Se odiarán a sí mismos, sí, pero se reirán, dirán sí cuando es no y no cuando
es sí.
"Bueno, así fue para mí todos los días
de todos los años. Entre mi persona y cualquier cosa desagradable había una
multitud de mentirosos. Las palabras de esos hombres me vestían de seda.
"Pero de pronto, oh, no hace más de
seis semanas, ese hombre me dijo una verdad. Era algo insignificante. No lo
recuerdo ahora. Pero no se rió. Ni siquiera sonrió.
"Y cuando todo hubo terminado y las
palabras estuvieron dichas, supe que había ocurrido una cosa terrible.
"Yo estaba envejeciendo.
El yate se mecía suavemente en las ondas.
–Oh, habría nuevos hombres que me mentirían
sonriéndome otra vez. Pero vi los años por delante, en que la Belleza de pies
pequeños ya no podría golpear el suelo provocando terremotos, ni hacer de la
cobardía una costumbre para gentes que por lo demás eran buenas.
"¿El hombre? Retiró esa verdad en
seguida, cuando vio que me había chocado. Pero era demasiado tarde. Compré un
billete de ida a Marte. Cuando llegué, la invitación de Aaronson me trajo a
este nuevo viaje que terminará... quién sabe dónde.
Wilder descubrió que mientras escuchaba se
había acercado tomándole la mano a la actriz.
–No –dijo ella, apartando la mano–. Nada de
palabras. Nada de contactos. Nada de compasión. Nada de autocompasión –sonrió
por primera vez–. ¿No es extraño? Siempre pensé que sería hermoso, un día,
escuchar la verdad, quitarse la máscara. Qué equivocada estaba. No es nada
divertido.
La mujer se sentó a contemplar las aguas
negras y revueltas. Cuando se le ocurrió mirar de nuevo, unas horas más tarde,
el asiento de al lado estaba vacío. Wilder se había ido.
El segundo día, dejando que las nuevas aguas
los llevaran a donde ellas quisieran, navegaron hacia una elevada hilera de
montañas y almorzaron, de paso, en un viejo santuario y cenaron esa noche en
otra ruina. No se habló mucho de la Ciudad Perdida. Estaban seguros de que no
aparecería nunca.
Pero el tercer día, sin que nadie dijera
nada, sintieron la cercanía de una vasta Presencia.
El poeta fue quien al fin lo expresó con
palabras.
–¿Está Dios en alguna parte canturreando
despacito?
–Qué ridículo eres –le dijo su mujer–.
Parece que no pudieras hablar con naturalidad ni siquiera cuando chismeas.
–¡Diablos, escuchen! –exclamó el poeta.
Entonces escucharon.
–¿No sienten como si estuvieran a las
puertas del horno de una cocina gigantesca, como si dentro, en alguna parte,
confortablemente caliente, con las manazas enguantadas de harina, oliendo a
maravillosas tripas y milagrosas vísceras, ensangrentado y orgulloso de la sangre,
Dios cocinara en alguna parte la cena de la Vida? En ese sol como una caldera,
borbotea un caldo para que la vida florezca en Venus; en esa cuba, bulle un
caldo de huesos y corazón nervioso para animales de planetas desaparecidos
hace diez billones de años–luz. ¿Y no está Dios contento de sus fabulosas obras
en la gran cocina del Universo, donde ha preparado el menú de una historia de
festines, hambrunas, muertes y nuevas germinaciones durante un billón de
billones de años? Tóquense los huesos. Este canturreo, ¿no les sacude la
médula? Por lo demás, Dios no sólo canturrea: canta en los elementos. Danza en
las moléculas. La eterna celebración nos conmueve. Hay alguien cerca.
Atención.
El poeta se llevó el gordo dedo índice a los
labios protuberantes.
Y ahora todo era silencio, y la palidez de
Cara Corelli iluminaba las aguas que se obscurecían.
Todos lo sintieron. Wilder. Parkhill.
Fumaban, disimulando. Echaban humo.
Esperaban en la obscuridad.
Y el canturreo se fue acercando. Y el
cazador, oliéndolo, se acercó a la actriz silenciosa en la proa del yate. Y el
poeta se sentó a escribir las palabras que había dicho.
–Sí –dijo, mientras salían las estrellas–.
Está casi sobre nosotros. Sí –tomó aliento–, ha llegado.
El
yate entró en un túnel.
El túnel entraba en una montaña.
Y allí estaba la Ciudad.
Era una ciudad dentro de una montaña con
praderas alrededor y un cielo de piedra encima, extrañamente coloreado e
iluminado. Y había estado perdida y había seguido perdida por la simple razón
de que la gente había tratado de descubrirla volando o desenmarañando caminos,
mientras todos los canales que llevaban a la ciudad seguían esperando a que los
simples caminantes los recorrieran como alguna vez los había recorrido el
agua.
Y ahora el yate lleno de gente extraña de
otro planeta tocaba un antiguo muelle.
Y la Ciudad se conmovió.
En los viejos tiempos, las ciudades estaban
vivas o muertas según estuvieran habitadas o no. Era así de sencillo. Pero en
los últimos tiempos de la vida de la Tierra o Marte, las ciudades no morían.
Dormían. Y en fantasiosas cavilaciones y ovillados sueños, recordaban cómo
habían sido antes o cómo podían ser otra vez.
Así, cuando uno por uno, los miembros del
grupo bajaron al desembarcadero, sintieron la presencia de un verdadero
personaje: la oculta, aceitada, metálica y brillante alma de la metrópolis que
se deslizaba en una caída de fuegos artificiales mudos y escondidos,
despertando del todo.
El peso de las nuevas personas en el
desembarcadero provocó un suspiro mecánico. Todos se sintieron como en una
balanza de precisión. El desembarcadero se hundió un millonésimo de pulgada.
Y la Ciudad, la maciza Bella Durmiente
nacida de un mecanismo de pesadilla, sintió ese contacto, ese peso, y ya no
durmió más. Un trueno.
En una pared de treinta metros de alto había
una puerta de veinte metros de ancho. Esa puerta, de dos batientes, retrocedió
entonces estruendosamente, ocultándose en la pared.
Aaronson dio un paso adelante.
Wilder se movió para detenerlo.
Aaronson suspiró.
–Capitán, nada de consejos, por favor. Nada de advertencias. Nada de patrullas de avanzada para espantar a los villanos. La Ciudad quiere que entremos. Nos da la bienvenida. No va a imaginarse usted que hay alguien vivo ahí dentro, ¿verdad? Es un lugar robot. Y no ponga cara de pensar que es una bomba de tiempo. ¿Hace cuánto? Veinte siglos, que no conoce juegos ni diversiones. ¿Lee usted los jeroglíficos marcianos? Esa piedra angular. La Ciudad fue construida por lo menos hace mil novecientos años.
Wilder se movió para detenerlo.
Aaronson suspiró.
–Capitán, nada de consejos, por favor. Nada de advertencias. Nada de patrullas de avanzada para espantar a los villanos. La Ciudad quiere que entremos. Nos da la bienvenida. No va a imaginarse usted que hay alguien vivo ahí dentro, ¿verdad? Es un lugar robot. Y no ponga cara de pensar que es una bomba de tiempo. ¿Hace cuánto? Veinte siglos, que no conoce juegos ni diversiones. ¿Lee usted los jeroglíficos marcianos? Esa piedra angular. La Ciudad fue construida por lo menos hace mil novecientos años.
–Y abandonada –dijo Wilder.
–Lo dice como si hubiera caído una peste
sobre ella...
–Una peste no –Wilder se agitó incómodo, sintiendo que la balanza del suelo se le movía bajo los pies, pesándolo–. Algo. Algo...
–Una peste no –Wilder se agitó incómodo, sintiendo que la balanza del suelo se le movía bajo los pies, pesándolo–. Algo. Algo...
–¡Vamos a buscarlo! ¡Adentro todos!
Solos y en parejas, los habitantes de la Tierra franquearon el umbral. Wilder fue el último.
Y la Ciudad tuvo más vida.
Solos y en parejas, los habitantes de la Tierra franquearon el umbral. Wilder fue el último.
Y la Ciudad tuvo más vida.
Los techos de metal de la ciudad se abrieron
como pétalos.
Las ventanas temblaron abriéndose como
párpados, y miraron.
Un río de aceras murmuró y les lavó
suavemente los pies; arroyuelos mecánicos que centelleaban por toda la Ciudad.
Aaronson observó complacido las marcas
metálicas.
–¡Bueno, gracias a Dios, me he quitado un peso de encima! Yo iba a invitarlos a un picnic a todos ustedes. ¡Pero ahora dejo el asunto en manos de la Ciudad! ¡Los encuentro aquí de vuelta dentro de dos horas y compararemos nuestras notas! Adelante.
–¡Bueno, gracias a Dios, me he quitado un peso de encima! Yo iba a invitarlos a un picnic a todos ustedes. ¡Pero ahora dejo el asunto en manos de la Ciudad! ¡Los encuentro aquí de vuelta dentro de dos horas y compararemos nuestras notas! Adelante.
Y diciendo esto saltó a la móvil alfombra de
plata que se lo llevó velozmente.
Wilder, alarmado, se adelantó para seguirlo.
Pero Aaronson, jovial, le gritó:
Pero Aaronson, jovial, le gritó:
–¡Venga, el agua está deliciosa!
Y el río de metal los arrebató, ondulando.
Y uno a uno fueron entrando en la acera
móvil. Parkhill, el cazador, el poeta y su mujer, el actor y luego la mujer
hermosa y la criada. Flotaban misteriosamente como estatuas en fluidos
volcánicos, que los llevaban a alguna parte, o a ninguna parte, no podían
saberlo.
Wilder saltó. El río lo tomó suavemente por
los zapatos, y Wilder anduvo por las avenidas y los recodos de los parques y
los fiordos de los edificios.
Y detrás, el desembarcadero y las puertas
quedaron desiertos. No había ninguna huella. Era casi como si no hubiesen
estado nunca allí.
.
Beaumont, el actor, fue el primero en
abandonar el sendero móvil. Le llamó la atención un determinado edificio. Y,
lo supo después, había saltado y se había acercado, husmeando.
Sonrió.
Porque ahora sabía dónde estaba, a causa del
olor que salía del edificio.
–¡Lustrador de bronces, Dios mío, y esto
significa una sola cosa!
Un teatro.
Puertas de bronce, barandillas de bronce,
aros de bronce en cortinas de terciopelo.
Beaumont abrió la puerta del edificio y
entró. Husmeó y lanzó una fuerte carcajada. Sí. Ni un cartel ni una luz, sólo
el olor, la química especial de los metales y el polvo libre de un millón de
entradas rotas.
Y sobre todo... escuchó. El silencio.
–El silencio que espera. No hay en el mundo
otro silencio así. Sólo en los teatros. Las partículas mismas del aire se
excitan ahí en la espera. Las sombras se sientan y contienen el aliento.
Bueno... listo o no... allá voy...
El vestíbulo era un fondo marino de
terciopelo verde.
El teatro mismo: un fondo marino de
terciopelo rojo, sólo obscuramente percibido cuando abrió las puertas dobles.
En algún lugar, más allá, había un escenario.
Algo se estremeció como una enorme bestia.
La respiración del actor la había soñado viva. El aire de la boca entreabierta
movía el telón a treinta metros de distancia plegándolo y desplegándolo
suavemente en la obscuridad, como alas inmensas.
Vacilando, el actor dio un paso.
Una luz empezó a aparecer en todo el alto
cielo raso donde un cardumen de milagrosos peces prismáticos nadaban sobre sí
mismos.
La luz oceánica jugaba en todas partes. El
actor se quedó de pronto sin aliento.
El teatro estaba colmado de gente.
Había mil personas inmóviles, sentadas en la
falsa obscuridad. Es cierto, eran pequeñas, frágiles, más bien obscuras, usaban
máscaras plateadas, pero eran... personas.
El actor supo, sin preguntarlo, que habían
estado sentadas allí durante diez mil años.
Sin embargo no estaban muertas.
Estaban... tendió una mano. Golpeó con la
punta de los dedos la muñeca de un hombre sentado junto al pasillo.
La mano tintineó suavemente.
Tocó el hombro de una mujer. Repicó. Como
una campana.
Sí, habían esperado algunos miles de años.
Pero las máquinas tienen la propiedad de saber esperar.
El actor dio otro paso y quedó petrificado.
Un suspiro había pasado por la multitud.
Era como el sonido primero y leve de un niño
recién nacido poco antes de ese momento en que realmente succiona, bala y se
sacude la gimiente sorpresa de estar vivo.
Mil suspiros semejantes se desvanecieron en
las cortinas de terciopelo.
Debajo de las máscaras, ¿no había mil bocas
abiertas?
Dos se movieron. Beaumont se detuvo.
Dos mil ojos pestañearon en la obscuridad de
terciopelo.
Beaumont se movió de nuevo.
Mil cabezas silenciosas giraron en los
dientes de las ruedas, antiguas pero bien aceitadas.
Lo miraron.
Un frío inextinguible invadió al actor.
Se volvió para correr.
Pero los ojos no lo soltaron.
Y desde el foso de la orquesta: música.
El actor miró y vio, levantándose
lentamente, un enjambre de instrumentos, todos extraños, todos de formas
grotescamente acrobáticas, que eran rasgueados, soplados, tocados y masajeados
afinadamente.
El público, con un movimiento, volvió la
mirada al escenario.
Una luz relampagueó. La orquesta lanzó un
sonoro acorde de fanfarrias.
El telón rojo se entreabrió. Un reflector se
clavó en el centro, resplandeciendo sobre un estrado vacío donde había una
silla vacía.
Beaumont esperó. –No apareció ningún actor.
Un movimiento. Varias manos se levantaron a
derecha e izquierda. Las manos se juntaron, prorrumpiendo en un aplauso suave.
La luz del reflector salió entonces del
escenario y deambuló por el pasillo.
Las cabezas del público se volvieron
siguiendo el vacío fantasma de la luz. Las máscaras centellearon suavemente.
Los ojos resplandecieron detrás de las máscaras, con un cálido color.
Beaumont retrocedió.
Pero la luz se acercaba constantemente.
Pintaba en el piso un cono romo de blanco puro.
Y se detuvo, picoteando, a los pies del
actor.
El público se volvió, aplaudió todavía más.
El teatro resonó, rugió, rebotó en una marea incesante de aprobación.
Todo se disolvía dentro de Beaumont, pasando
del frío al calor. Se sentía como si lo hubieran echado desnudo bajo un
chaparrón de verano. La tormenta lo lavaba con gratitud. El corazón le saltaba
en grandes latidos compulsivos. Los puños se le iban solos. El esqueleto se le
aflojó. Esperó un momento más largo, con la lluvia empapándole las mejillas
levantadas y agradecidas y martilleándole los párpados hambrientos, que se
estremecían cerrándose, y entonces se vio a sí mismo, como un fantasma en un
muro almenado, llevado por una luz fantasmal, que se asomaba, caminaba, se
deslizaba, moviéndose por el declive, bajando hacia una hermosa ruina, ya no
caminando sino dando zancadas, no dando zancadas sino corriendo a toda
velocidad, y las máscaras que brillaban, los ojos encendidos de deleite y
fantástica acogida, las manos que volaban en el aire agitado en un vuelo recto
de tiro de rifle con alas de paloma. Sintió que los zapatos le tropezaban con
los escalones. El aplauso se cerró apagándose.
Beaumont sintió un nudo en la garganta.
Después subió lentamente los peldaños y se detuvo a la luz mientras un millar
de máscaras se clavaban en él y dos mil ojos observaban, y se sentó en la silla
vacía, y el teatro se obscureció todavía más y la inmensa respiración del
vientre–hogar salió suavemente por las gargantas de metal de lira, y sólo se
oyó el sonido de una colmena mecánica que funcionaba alimentada con almizcle
mecánico en la obscuridad.
Beaumont se tomó de las rodillas. Se dejó
ir. Y al final dijo:
–"Ser o no ser"... El silencio era
absoluto.
Ni una tos. Ni un movimiento. Ni un susurro.
Ni un parpadeo. Todo era espera. Perfección. El público perfecto. Perfecto,
por siempre jamás. Perfecto. Perfecto.
Beaumont echó las palabras lentamente en
aquel estanque perfecto y sintió cómo las olitas silenciosas se dispersaban y
desaparecían. –... "ése es el problema".
El actor hablaba. El público escuchaba.
Beaumont sabía que nunca lo dejarían irse. Lo derrotarían insensiblemente con
el aplauso. Se dormiría con el sueño de un niño y se levantaría para hablar de
nuevo. Todo Shakespeare, todo Shaw, todo Moliere, cada trozo, migaja, terrón,
pieza, pedazo. ¡El mismo en el repertorio! Se levantó para terminar.
Entonces, pensó: ¡Entiérrenme! ¡Cúbranme!
¡Húndanme profundamente!
Obediente, el alud bajó la montaña.
Cara Corelli encontró un palacio de espejos.
La criada se quedó afuera.
Y Cara Corelli entró.
Mientras caminaba por un laberinto, los
espejos le llevaron un día, luego una semana, luego un mes, luego un año, luego
dos años de la cara.
Era un palacio de espléndidas y consoladoras
mentiras. Era como ser joven una vez más. Era estar rodeada por todos aquellos
altos y brillantes hombres espejos que nunca más en la vida le dirían la
verdad.
Cara caminó hasta el centro del palacio. En
el momento en que se detuvo se vio a sí misma a los veinticinco años, en cada
uno de los altos y relucientes espejos.
Se sentó en el medio del brillante
laberinto. Resplandecía de felicidad.
La criada esperó afuera, quizá una hora. Y
después se fue.
Aquel era un sitio obscuro con formas y
tamaños aún no vistos. Olía a lubricante, sangre de lagartos antiguos con
dientes de engranajes y ruedas, tendidos y silenciosos en la obscuridad,
esperando.
Una puerta titánica se deslizó ruidosamente
como una cola blindada barriendo el piso, y Parkhill se encontró en el viento
bien aceitado que soplaba alrededor. Se sintió como si alguien le hubiera
aplastado una flor blanca sobre la cara. Pero era sólo la súbita sorpresa de
una sonrisa.
Las manos vacías le colgaban a los lados y
se adelantaban en ademanes impulsivos y del todo inconscientes. Mendigaban el
aire. Así, chapoteando en silencio, se dejó ir al Garaje, Depósito de Máquinas,
Taller de Reparaciones, a lo que fuera.
Y lleno de santo deleite y de una santa y no
santa alegría infantil ante todo lo que veía ahora, dio unos pasos y se volvió
lentamente.
Porque hasta donde alcanzaban los ojos,
había vehículos.
Vehículos que corrían por el suelo.
Vehículos que volaban por el aire. Vehículos que tenían las ruedas preparadas
para ir en cualquier dirección. Vehículos de dos ruedas. Vehículos de tres,
cuatro, seis, ocho ruedas. Vehículos que parecían mariposas. Vehículos que
parecían antiguas bicicletas motorizadas. Había allí tres mil en hilera,
cuatro mil que brillaban, preparados. Había otros mil volcados, las ruedas al
aire, las vísceras expuestas, esperando que los repararan. Otros mil
encaramados en montacargas como arañas, los amados reversos a la vista, y los
discos, tubos, engranajes intrincados, delicados, necesitaban que los tocaran,
los destornillaran, les pusieran válvulas nuevas, cables nuevos, los
aceitaran, los lubricaran delicadamente...
A Parkhill le picaban las palmas de las
manos.
Caminó a través del prístino olor de los
charcos de aceite entre los muertos y los que esperaban la resurrección,
reptiles mecánicos blindados, antiguos pero nuevos, y cuanto más los miraba más
le dolía la boca de tanto sonreír.
La Ciudad era una ciudad cabal, y hasta
cierto punto se mantenía a sí misma. Pero en algunos casos las mariposas más
raras de telaraña metálica, aceite gaseoso y sueños osados caían por tierra;
las máquinas que reparaban las máquinas envejecían, enfermaban, se deterioraban.
Allí estaba entonces el Garaje de las Bestias, el soñoliento Depósito de Huesos
de Elefante donde unos dragones de aluminio arrastraban las almas oxidadas, esperando
que hubiese quedado alguna persona viva entre tanto metal activo pero muerto, y
que esa persona enderezara las cosas. Un Dios de las máquinas que dijera: ¡Tú,
ascensor–Lázaro, levántate! ¡Tú, planeador, resucita! Y ungiéndolos con aceite
de leviatán, les diera unos golpecitos de llave inglesa y los enviara hacia una
vida casi eterna en el aire y los senderos de mercurio.
Parkhill anduvo entre novecientos hombres y
mujeres robots destruidos por simple corrosión. El los curaría del óxido.
Ahora. Si empezaba ahora, pensó Parkhill,
enrollándose las mangas y contemplando un corredor de un buen kilómetro de
largo, con máquinas que esperaban el taller, el montacargas, el ascensor, el
almacenamiento, el tanque de aceite y un manojo de herramientas desparramadas
que brillaban listas para que él las empuñara; si empezaba ahora, podía abrirse
camino hasta al final de treinta años de trabajo gigantesco y continuo, ¡de
accidentes, choques y reparaciones!
Un billón de pernos que ajustar. ¡Un billón
de motores que reparar! Un billón de tripas de hierro para meterse debajo, como
un huérfano poderoso, chorreando aceite, solo, solo con los siempre hermosos
inventos, pertrechos y milagrosos dispositivos que nunca respondían, y se sacudían
zumbando como pájaros.
Las manos de Parkhill quedaron en suspenso
sobre las herramientas. Tomó una llave inglesa. Encontró un carrito bajo de
cuarenta ruedas. Se tendió en el carrito. Bogó por el garaje en una larga y
silbante recorrida. El carrito se precipitó hacia adelante.
Parkhill desapareció debajo de un gran coche
de algún modelo antiguo.
Fuera de la vista, se lo podía oír trabajar
en las tripas de la máquina. Tendido de espaldas, le hablaba continuamente. Y
cuando al fin la palmeó despertándola a la vida, la máquina le respondió.
Los senderos de plata corrían siempre a
alguna parte.
Hacía miles de años que corrían vacíos,
llevando sólo polvo a destinos remotos, entre los edificios soñadores y altos.
Ahora, en una acera móvil, Aaronson viajaba
como una estatua envejecida.
Y cuanto más lo impulsaba el camino, más
rápidamente se mostraba la Ciudad, más edificios pasaban, más parques surgían
a la vista, más se le desvanecía la sonrisa a Aaronson. De pronto le cambió el
color de la cara.
–Un juguete –se oyó murmurar. El murmullo
era antiguo–. Otro –y aquí la voz de Aaronson era tan baja que desapareció–...
sólo otro juguete.
Un superjuguete, sí. Pero la vida de
Aaronson estaba llena de juguetes semejantes y siempre había sido así. Si no
era alguna máquina tragamonedas era la que entregaba mercancías del tamaño
siguiente o un tocadiscos estereofónico con altoparlantes elefantiásicos. Luego
de toda una vida de manejar el papel de lija metálico, sentía los brazos
gastados hasta el hueso, y los dedos eran simples botones. No, no tenía manos
ni muñecas. ¡Aaronson, el Niño–Foca! Las tontas aletas aplaudían a una ciudad
que era, en realidad, nada más y nada menos que una máquina tragamonedas de
tamaño económico, y que graznaba con una respiración idiota. ¡Y él conocía la
canción! Que Dios los ayudara. El conocía la canción.
Pestañeó sólo una vez.
Un párpado interior bajó como acero frío.
Se volvió y anduvo por las aguas plateadas
de la acera.
Encontró un río móvil de acero que lo llevó
de vuelta a las Grandes Puertas.
En el camino se encontró con la criada de la
Corelli, que andaba perdida en su propia corriente de plata.
En cuanto al poeta y su mujer, la batalla
permanente que libraban despertaba ecos en todas partes. Gritaron por treinta
avenidas, hicieron crujir los vidrios de doscientas tiendas, batieron las
hojas de setenta variedades de arbustos y árboles en los parques, y sólo
callaron ahogados por la cercanía de un estruendoso surtidor que lanzaba al
aire metropolitano una andanada de claros fuegos artificiales.
–La cosa es –dijo la mujer, puntuando una de
las respuestas más sucias del poeta–que sólo has venido para meterle mano a la
mujer más próxima y rociarle los oídos con mal aliento y peores versos.
El poeta murmuró una palabrota.
–Eres peor que el actor –dijo la mujer–.
Siempre lo mismo. ¿No puedes callarte nunca?
–¿Y tú? –gritó el poeta–. Ah, Dios, estoy
hecho una pasta por dentro. ¡Cállate, mujer, o me arrojo a la fuente!
–No. Hace años que no te bañas. ¡Eres el
cerdo del siglo! ¡Tu retrato adornará el mes próximo el Anuario del Porquerizo!
–¡Esto es ya lo último!
Las puertas se golpearon en un edificio.
La mujer retrocedió y golpeó las puertas con
los puños. Las puertas estaban cerradas.
– ¡Cobarde! –chilló–. ¡Abre!
Una palabrota llegó rebotando, débil.
–Ah, escucha este dulce silencio –susurró,
en la obscuridad que era como un caparazón.
Harpwell se encontró en una consoladora
vastedad, en un edificio amplio como un vientre, sobre el que pendía una
marquesina de pura serenidad, un vacío sin estrellas.
En el centro de ese recinto que era
aproximadamente un círculo de sesenta metros, había un dispositivo, una
máquina. La máquina tenía diales, reóstatos, conmutadores, un asiento y un
volante.
–¿Qué clase de vehículo es éste? –susurró el
poeta, pero se acercó más y se inclinó para tocar–. Cristo crucificado y
compasivo, ¿a qué huele? ¿A sangre y nuevas tripas? No, porque está limpia como
la camisa de una virgen. Sin embargo me da en la nariz. Violencia. Simple
destrucción. Siento que ese maldito esqueleto tiembla como un nervioso mastín
de raza. Está llena de cosas. Probemos un poco.
Se sentó en la máquina.
–¿Qué es lo que toco primero? ¿Esto?
Movió un conmutador.
La máquina sabueso de los Baskerville gimió
como un perro dormido.
–Buena bestia. –El poeta tocó otro
conmutador.–¿Cómo te va, animal? Cuando el maldito invento está en plena
marcha, ¿adonde va? No tienes ruedas. Bueno, sorpréndeme. Yo me atrevo.
La máquina se estremeció.
La máquina dio un salto.
Corrió. Se precipitó.
El poeta se aferró al volante.
–¡Santo Dios!
Porque estaba ahora en una carretera
corriendo velozmente.
El aire lo inundaba. Arriba, el cielo
relampagueaba con colores fugitivos.
El velocímetro marcaba cien, ciento veinte.
Y la carretera extendía su cinta, se le
acercaba como un relámpago. Ruedas invisibles chasqueaban y resonaban en un
camino cada vez más irregular.
A lo lejos, adelante, apareció un coche.
Corría velozmente. Y...
–¡Viene por la mano que no le corresponde!
¿Lo ves, mujer? La que no le corresponde.
Recordó entonces que su mujer no lo
acompañaba esta vez.
Estaba solo en un coche que corría –ahora a
ciento cincuenta kilómetros por hora–hacia otro coche que se acercaba a una
velocidad parecida.
Hizo girar el volante.
El vehículo se desplazó a la izquierda.
Casi instantáneamente el otro coche hizo un
movimiento compensatorio y se corrió a la derecha.
–Ese maldito estúpido, en qué andará
pensando... ¿dónde está el condenado freno?
Harpwell buscó con el pie en el piso. No
había freno. Extraña máquina, realmente. Corre todo lo rápido que uno quiera,
¿pero cómo se detiene? ¿Disminuye sola la velocidad? No había frenos. Nada más
que... aceleradores.
Toda una serie de botones redondos en el
piso, que aumentaban la potencia del motor.
Ciento cincuenta, ciento ochenta, doscientos
kilómetros por hora.
–¡Santo Dios! –chilló Harpwell–. ¡Vamos a
chocar! ¿Qué te parece, muchacha?
Y en el último instante anterior a la
colisión, pensó que a ella le gustaba mucho.
Los coches chocaron. Vomitaron llamas
gaseosas. Se deshicieron en astillas. Dieron varias vueltas. El poeta se sintió
proyectado en todas direcciones. Era una antorcha lanzada al cielo. Los brazos
y piernas le bailaban un rigodón loco en el aire mientras sentía que los
frágiles huesos le estallaban en éxtasis de agonía. Al fin, aferrado a la
muerte como a una compañera obscura, gesticulando, cayó en una negra sorpresa,
deslizándose hacia otras nadas.
Quedó allí en el camino, tendido y muerto.
Estuvo muerto un largo rato.
Después abrió un ojo.
Sintió el lento brasero debajo del alma.
Sintió que el agua burbujeante se alzaba, a las alturas de su propio
espíritu, como una infusión de té.
–Estoy muerto – dijo–, pero vivo. ¿Ves todo
esto, mujer? Muerto pero vivo.
Se encontró sentado en el vehículo, tieso.
Estuvo allí sentado durante diez minutos
pensando en todo lo que había ocurrido.
–Veamos –cavilaba–. ¿No fue interesante, por
no decir, fascinante? ¿Por no decir casi regocijante? Me refiero, desde luego,
a que me sacó todo de adentro, me hizo salir el alma temerosa por una oreja
para metérmela por la otra, me cortó el aliento y me desgarró las entrañas, me
rompió los huesos y me sacudió el cerebro, pero, pero, pero, mujer, pero, pero,
pero, mi querida y dulce Meg, Meggy, Megan, me gustaría que hubieses estado,
te hubiera sacudido la nicotina de esos pulmones tuyos de burra y te hubiese
molido en el tuétano el moho sepulcral de la mezquindad. Veamos ahora, mujer,
echemos una mirada a Harpwell–mi–marido–el poeta.
Movió las perillas.
Aporreó el poderoso motor.
–¿Probamos otra diversión? ¿Probamos otra
aguerrida excursión de picnic? Vamos.
Y puso el coche en marcha.
Casi en seguida, el vehículo corría a ciento
ochenta y luego a doscientos veinte kilómetros por hora.
Casi en seguida apareció adelante el coche opuesto.
–Muerte –dijo el poeta–. ¿Estás siempre ahí,
entonces? ¿Andas rondando? ¿Este es el lugar donde buscas? ¡Probemos tu
coraje!
El coche corría a toda velocidad. El otro
coche se precipitaba como un bólido.
El poeta dobló a la otra pista.
El otro coche lo siguió, avanzando hacia la
Destrucción.
–Sí, ya veo, bueno, ahora así –dijo el
poeta.
Y movió una perilla y apretó otro
acelerador.
En el instante antes del choque, los dos
coches se transformaron. Envueltos en velos ilusorios, se convirtieron en jets
en el momento de despegar. Con un chillido, los dos jets arrojaron
llamas, desgarraron el aire, gimieron al pasar la barrera del sonido, en una
sucesión de explosiones que culminaron en otra, la más poderosa de todas,
cuando las dos balas chocaron, se fundieron, se entretejieron, entrelazaron
sangre, mente y negrura eterna, para caer luego en una red de medianoche,
extraña y apacible.
Estoy muerto, pensó Harpwell de nuevo.
Y es agradable, gracias.
Se despertó sintiendo una sonrisa en la
cara.
Estaba sentado de nuevo en el vehículo.
Dos veces muerto,
pensó, y cada vez se sentía mejor. ¿Por qué? ¿No es curioso? Raro y más que
raro. Rarísimo.
Aporreó de nuevo el motor.
¿Qué sería esta vez?
¿Una locomotora? se preguntó. ¿Por qué no un
tren negro y ruidoso de los tiempos primitivos?
Y él, un maquinista, no se detenía. El cielo
vacilaba y las pantallas de cine o lo que fuesen arremetían con rápidas
imágenes de humo y un silbato de vapor y una rueda enorme dentro de una rueda
en una vía tortuosa, y la vía que trepaba por las colinas y allá lejos, de lo
alto de la montaña, otro tren que llegaba, negro como una manada de búfalos,
arrojando volutas de humo, por las mismas vías, el mismo camino, viniendo al
encuentro de un fantástico accidente.
–Ya veo –dijo el poeta–. Empiezo a ver.
Empiezo a saber qué es esto y para qué les sirve a las gentes como yo, los
pobres y errantes idiotas, confusos y engañados quizá por sus madres apenas
salieron al mundo, abrumados por la culpa cristiana y enloquecidos por la
necesidad de destrucción, y recogiendo aquí un magro salario de heridas y allá
de cicatrices, y más allá un mayor agravio portátil en forma de mujer, pero hay
algo seguro: queremos morir, queremos que nos maten y aquí está lo adecuado,
en una forma de pago conveniente y rápido. ¡De modo que paga, máquina,
distribuye, dulce y encantador invento! ¡Arrebata, muerte! Soy tu hombre.
Y las dos locomotoras se encontraron y
treparon una sobre otra. Subieron por una negra escala de explosión, movieron y
entrecruzaron los pistones y se embadurnaron las lustrosas barrigas de negro y
se frotaron las calderas, y sacudieron bellamente la noche en un solo remolino
de metralla y llamas. Luego las locomotoras, en una pesada danza de rapto, se
abrazaron y fundieron con violencia y pasión, hicieron una monstruosa
reverencia y cayeron de la montaña y tardaron mil años en llegar al fondo de
los pozos rocosos.
El poeta despertó e inmediatamente tomó las
palancas. Canturreaba entre dientes, aturdido. Entonaba canciones disparatadas.
Le relampagueaban los ojos. El corazón le latía rápidamente.
–¡Más, más, ahora lo veo, ahora sé lo que
debo hacer, más, más, por favor, oh Dios, más, pues la verdad me liberará!
Pisó tres, cuatro, cinco pedales.
Manoteó seis conmutadores.
El vehículo era
auto–el–locomotora–deslizador–proyectil–cohete.
El poeta corría, echaba vapor, rugía, se
remontaba, volaba. Los coches atropellaban. Las locomotoras acometían. Los jets
atacaban. Los cohetes silbaban.
Y en una descabellada orgía de tres horas,
Harpwell chocó con trescientos autos, se encontró con veinte trenes, hizo volar
diez deslizadores, estallar cuarenta proyectiles, y en la lejanía del espacio,
en una ceremonia final entregó el alma gloriosa junto con un cohete interplanetario
que iba a trescientos mil kilómetros por hora, chocó con un meteoro de hierro,
y se fue lindamente al infierno.
En conjunto, Harpwell calculó que había sido
destrozado y reconstituido en unas escasas y breves horas poco menos que
quinientas veces.
Cuando todo terminó, se quedó sentado sin
tocar el volante, los pies lejos de los pedales.
Luego de media hora de estar sentado allí,
Harpwell empezó a reírse. Echó la cabeza hacia atrás y lanzó gritos de guerra
indios. Se levantó, sacudiendo la cabeza, más borracho que nunca,
verdaderamente borracho ahora, y supo que así estaría siempre, y que nunca más
necesitaría beber.
He sido castigado, pensó, realmente
castigado al final. Realmente herido al final, y herido bastante, una y otra
vez, de modo que nunca más necesitaré que vuelvan a herirme, nunca más
necesitaré ser destruido, nunca más tendré que aceptar otro insulto, ni recibir
otra herida ni solicitar un agravio. Dios bendiga el genio del hombre y a los
inventores de estas máquinas, gracias a las cuales el culpable puede pagar y
quedar al fin libre del obscuro albatros y de la carga terrible. Gracias,
Ciudad, gracias, viejo planeador de almas necesitadas. Gracias. ¿Y cuál es la
salida?
Una puerta se abrió.
La mujer de Harpwell estaba esperándolo.
–Bueno, aquí estás –le dijo–. Y todavía
borracho.
–No –contestó el poeta–. Muerto.
–Borracho.
–Muerto, bellamente muerto por fin. Lo cual
significa, libre. No te necesito más, querida Meg, Meggy–Megan. Tú también
quedas liberada, como una espantosa conciencia. Vete a perseguir a algún otro,
muchacha. Ve a destruir. Te perdono los pecados que has cometido conmigo,
porque al fin yo me he perdonado también. Me he soltado del anzuelo cristiano.
Soy el muerto querido y errante, que por fin puede vivir. Ve y haz lo mismo, oh
señora. Dentro de ti. Sé castigada y libérate. Plasta la vista, Meg. Adiós.
Harpwell se alejó.
–¿Adonde crees que vas? –gritó la mujer.
–Bueno, salgo a la vida y a la sangre de la vida, feliz al fin.
–¡Vuelve aquí! –chilló la mujer.
–No puedes detener a los muertos, pues van y
vienen por el universo, felices como niños en el campo obscuro.
–¡Harpwell! –rebuznó ella–. ¡Harpwell!
Pero Harpwell se había metido en un río de
metal plateado.
Y dejó que el amado río se lo llevara
riendo, hasta que las lágrimas le brillaron en las mejillas, cada vez más lejos
del chillido y el rebuzno y el grito de aquella mujer, ¿cómo era que se
llamaba?, no importa, que había quedado allá atrás, que había desaparecido.
Y cuando llegó a la Puerta caminó a lo largo
del canal en el hermoso día, encaminándose a las ciudades lejanas.
En ese momento, iba cantando todas las
viejas canciones que había oído a la edad de seis años.
Era una iglesia.
No, no era una iglesia.
Wilder dejó que la puerta se cerrara.
Se quedó de pie en la obscuridad de la
catedral, esperando.
El cielo raso, si había cielo raso,
respiraba en un gran suspenso, flotaba allá arriba, inalcanzable.
El piso, si había piso, era sólo algo firme,
debajo. Era negro, también.
Y entonces aparecieron las estrellas. Era
como aquella primera noche de la infancia, cuando su padre lo había sacado de
la ciudad, llevándolo a una colina donde las luces eléctricas no podían
empequeñecer el Universo. Y había mil, no, diez mil, no, diez millones de
billones de estrellas que colmaban la obscuridad. Las estrellas eran
multifacéticas y brillantes, y eran indiferentes. Ya entonces lo supo: eran
indiferentes. Si respiro o no respiro, si vivo o muero, es indiferente para
esos ojos que miran desde todas partes.
Y había tomado la mano del padre, y la había
apretado como si pudiera caerse en aquel abismo.
Ahora, en ese edificio, sentía de nuevo el
viejo terror y el viejo sentido de la belleza y el viejo llamado silencioso a
la humanidad. Las estrellas lo llenaban de compasión; los hombres eran tan
pequeños y estaban perdidos en tanta grandeza.
Entonces ocurrió otra cosa.
Debajo de los pies de Wilder el espacio se
abrió y dejó pasar otro billón de chispas de luz.
Quedó suspendido como una mosca sobre un
vasto lente telescópico. Caminó en un agua de espacio. Estaba de pie en la
córnea transparente de un ojo enorme, y alrededor, como de noche en invierno,
debajo de los pies y sobre la cabeza, en todas direcciones, no había nada más
que estrellas.
De modo que al fin era una iglesia, era una
catedral, una multitud de vastos santuarios universales; aquí el culto de la
Nebulosa de la Cabeza de Caballo, allá la galaxia de Orion, y allá Andrómeda,
como la cabeza de Dios, contemplada con vehemencia y lanzada a través de las
obscuras y crudas sustancias de la noche para apuñalarle el alma, retorcerla,
y clavársela en el reverso de la carne.
Dios, en todas partes, lo miraba fijamente
con ojos que no se cerraban ni pestañeaban.
Y él, Wilder, como un fragmento bacteriano
de la misma Carne, le devolvía la mirada, y apenas retrocedía.
Wilder esperaba. Y un planeta flotó en el
vacío. Giró una vez con una cara redonda, otoñal y madura. Dio una vuelta y se
puso encima de Wilder.
Y Wilder estaba ahora de pie sobre un lejano
mundo de hierba verde y de grandes árboles lujuriantes, donde el aire era
fresco y corría un río como los ríos de la infancia, de reflejos de sol y de
peces saltarines.
–¿Mío? –preguntó al aire simple, a la simple
hierba, a la larga simplicidad del agua que corría en la arena baja.
Y el mundo respondía sin palabras: tuyo.
Tuyo sin el largo viaje y el tedio, tuyo sin
noventa y nueve años de vuelo desde la Tierra, durmiendo en cámaras de vidrio,
alimentándose con un fluido que le metían en las venas, soñando pesadillas en
que la Tierra se perdía y desaparecía. Tuyo sin tortura, sin dolor, tuyo sin
tanteos, fracasos y destrucción. Tuyo sin sudor y miedo. Tuyo sin lágrimas.
Tuyo. Tuyo.
Pero Wilder no tendió las manos, aceptando.
Y el sol se obscureció en el cielo ajeno.
Y el mundo se borró debajo de los pies de
Wilder.
Y sin embargo otro mundo emergió y pasó en
un largo desfile de glorias todavía más brillantes.
Y este mundo giró también, sopesándolo. Y
allí los campos eran del verde más profuso, las montañas estaban coronadas por
nieves derretidas, en los campos lejanos maduraban extrañas cosechas y las
guadañas esperaban al borde del camino a que Wilder las levantara y moviera,
segando, y viviera la vida de algún modo.
Tuyo. Eso decía el más leve roce del aire en
el vello del interior de la oreja. Tuyo.
Y Wilder, sin sacudir la cabeza, retrocedió.
No dijo que no. Lo pensó solamente.
Y la hierba se secó en los campos. Las
montañas se desmoronaron.
Los vados de los ríos se volvieron polvo.
Y el mundo se apartó.
Y Wilder se quedó de nuevo en el espacio
donde Dios había estado antes de crear un mundo, a partir del Caos.
Y al final Wilder habló y se dijo a sí
mismo:
–Sería fácil. Oh Señor, sí, me gustaría.
Nada de trabajo, nada, sólo aceptar. Sin embargo... Tú no puedes darme lo que
quiero.
Miró las estrellas.
–Nada puede darse, nunca.
Las estrellas empezaron a obscurecerse.
–Es realmente muy sencillo. Tengo que pedir
prestado, tengo que ganar. Tengo que tomar.
Las estrellas se estremecieron y murieron.
–Muy amable, gracias, no.
Todas las estrellas habían desaparecido.
Wilder se volvió y sin mirar hacia atrás,
caminó en la sombra. Golpeó la puerta con la palma. Salió de la Ciudad.
Se negó a escuchar si el universo maquinal
gritaba detrás de él en un gran coro, todo gritos y heridas, como una mujer
rechazada. Los cacharros de una vasta cocina robot cayeron al suelo. Cuando se
oyó el ruido, Wilder ya no estaba.
Era un Museo de Armas.
El cazador caminó entre las vitrinas.
Abrió una vitrina y sacó un arma que parecía
la antena de una araña.
El arma zumbó, y un vuelo de abejas
metálicas salió chisporroteando por la boca del rifle, voló y se clavó como un
aguijón en el blanco de un maniquí a unos cincuenta metros, y luego cayó sin
vida, repicando en el piso.
El cazador asintió con admiración, y volvió
a poner el rifle en la vitrina.
Anduvo de un lado a otro merodeando, curioso
como un niño, probando armas aquí y allá, armas que disolvían el vidrio o
fundían el metal en brillantes charcos de lava amarilla.
–¡Excelente! ¡Magnífico! ¡Absolutamente
grandioso! Las exclamaciones del cazador resonaban una y otra vez a medida que
iba abriendo y cerrando de golpe las vitrinas. Al fin se decidió.
Era un arma que, sin alboroto ni furia,
destruía la materia. Uno apretaba el botón, había una breve descarga de luz
azul, y el blanco sencillamente desaparecía. Nada de sangre. Ninguna lava.
Ninguna huella.
–Muy bien –anunció el cazador, abandonando
la Casa de las Armas–, tenemos el arma. ¿Pero qué pasa con la Presa, la Bestia
Mayor en la Larga Cacería? Saltó a la acera móvil.
Una hora después había dejado atrás un
millar de edificios, atisbando en un millar de parques públicos sin mover el
dedo.
Se desplazó incómodo de un sendero a otro,
cambiando las velocidades ahora en una dirección, luego en otra. Hasta que al
fin vio un río de metal que corría bajo tierra.
Instintivamente saltó hacia el río.
La corriente metálica lo llevó al vientre
secreto de la Ciudad.
Allí todo era caliente obscuridad de sangre.
Allí extrañas bombas movían el pulso de la Ciudad. Allí se destilaban los
humores que lubricaban los caminos y movían los ascensores y animaban las
oficinas y las tiendas.
El cazador se agazapó en el camino. Miraba
de reojo. La transpiración se le juntaba en las palmas de las manos. El dedo
aceitaba el gatillo, resbalando.
–Sí –susurró–. Por Dios, ahora. Es ésta. La
Ciudad misma... la Gran Bestia. ¿Por qué no lo pensé? La Ciudad Animal, la
terrible presa. Tiene hombres para el desayuno, el almuerzo y la cena. Los mata
con máquinas. Les mastica los huesos como palitos de pan. Los escupe como
palillos de dientes. Vive mucho después de que han muerto. La Ciudad, por Dios,
la Ciudad. Bueno, ahora...
El cazador se deslizó a través de cavernas
obscuras de ojos de televisión que le mostraban senderos y torres altas.
Se hundió más profundamente en el vientre
del mundo subterráneo a medida que el río bajaba. Pasó junto a un enjambre de
calculadoras que charlaban en un coro maníaco. Se estremeció cuando una nube
de papel picado salió de una máquina y le cayó encima como una nieve
susurrante.
Levantó el arma. Disparó.
La máquina desapareció.
Disparó de nuevo. La estructura de otra
máquina desapareció también.
La Ciudad chilló.
Primero muy bajo y luego muy alto, después,
subiendo, cayendo como una sirena. Las luces relampagueaban. Las campanas
tocaron la alarma. El río metálico se estremeció bajo los pies del cazador,
corrió más lentamente. El cazador disparó a las pantallas de televisión,
resplandecientes y blancas; allá arriba las pantallas pestañearon y se desvanecieron.
La Ciudad chilló y chilló hasta que el
cazador se enfureció, y de la médula de los huesos le salió un polvo negro de
demencia.
No vio, hasta que fue demasiado tarde, que
el camino lo llevaba a las crujientes fauces de una máquina que cumplía alguna función
ya olvidada hacía siglos.
El cazador pensó entonces que apretando el
gatillo la boca terrible desaparecería. De hecho desapareció. Pero mientras el
camino se aceleraba y el cazador giraba y caía cada vez más rápido, se dio
cuenta al fin de que el arma no había destruido nada. Sólo había vuelto
invisible lo que había estado allí, y seguía estando allí.
Lanzó un grito tan terrible como el grito de
la Ciudad. Arrojó el arma en un último golpe. El arma se deshizo en engranajes
y ruedas dentadas y cayó, retorciéndose.
Lo último que vio el cazador fue un profundo
pozo de ascensor que quizá se hundía un kilómetro en la tierra.
Supo que tardaría un minuto y medio en
chocar con el fondo. Gritó.
Lo peor era que sería consciente... durante
toda la caída...
Los ríos se agitaron. Los ríos de plata
temblaron. Los senderos, sacudidos, convulsionaron las vecinas orillas de
metal.
Wilder, que se iba, quedó tendido casi por
el impacto.
Ignoraba la causa. Quizá, muy lejos, hubo un
grito, un murmullo terrible que se desvaneció en seguida.
Wilder siguió. La senda plateada continuaba
avanzando. Pero la Ciudad parecía suspendida, boquiabierta, tensa, y apretaba
los músculos enormes y variados.
Wilder echó a caminar, mientras el sendero
se lo llevaba.
–Gracias a Dios. Ahí está la Puerta. Cuanto
antes salga de este sitio, mejor que mejor...
La Puerta estaba allí, en efecto, a menos de
cien metros. Pero en ese instante, como si hubiera oído la declaración de
Wilder, el río se detuvo, se estremeció, y en seguida empezó a retroceder,
llevando a Wilder donde no quería ir.
Incrédulo, Wilder giró, y cayó. Se aferró a
los bordes del sendero móvil.
La cara apretada contra la red vibrante del
pavimento, que corría como un río veloz, Wilder oyó debajo los engranajes y
poleas de unas máquinas que zumbaban y gruñían, siempre rezumando, siempre
soñando viajes y excursiones insensatas. Debajo del metal tranquilo, avispas
en línea de combate clavaban los aguijones y zumbaban, abejas perdidas
murmuraban y caían. Abrumado, Wilder vio que la Puerta se perdía detrás.
Recordó al fin el peso extra que llevaba en las espaldas, el equipo de reacción
que podía darle alas.
Manoteó el conmutador que tenía en el
cinturón. Y justo antes que el sendero lo arrastrara a los cobertizos y paredes
del museo, Wilder estaba en el aire.
Volando, planeó, y nadó en el aire hasta
quedar suspendido sobre Parkhill que miraba hacia arriba, cubierto de grasa y
sonriendo con la cara sucia. Más allá de Parkhill, en la Puerta, estaba la
criada, asustada. Todavía más lejos, cerca del yate en el muelle. Aaronson daba
las espaldas a la ciudad, deseando irse.
–¿Dónde están los otros? –gritó Wilder.
–Oh, no volverán –dijo Parkhill, con
naturalidad–. Así parece, ¿no es cierto? Quiero decir, es un sitio formidable.
–¿Formidable? –dijo Wilder, planeando hacia
arriba, hacia abajo, dando vueltas lentamente, aprensivo–. ¡Tenemos que
sacarlos! No es un sitio seguro.
–Es seguro si a uno le gusta. A mí me gusta
–dijo Parkhill.
Y entretanto se iba formando un terremoto en
el suelo y en el aire, que Parkhill decidió ignorar.
–Usted se va, naturalmente –dijo, como si no
pasara nada malo–. Yo sabía que iba a ocurrir. ¿Por qué?
–¿Por qué? –Wilder giró como una libélula en
un estremecido viento de tormenta. Sacudido hacia arriba, hacia abajo, lanzaba
sus palabras a Parkhill que no las esquivaba, y sonreía, aceptándolas–. Santo
Dios, Sam, ese sitio es el infierno. Los marcianos han sido bastante sensatos
como para Irse. Vieron que se les había ido la mano. ¡La Ciudad maldita lo hace
todo, es decir, demasiado! ¡Sam!
Pero en ese instante, los dos miraron
alrededor y arriba. El cielo se iba cubriendo con un caparazón. Como flores
inmensas, las cúspides de los edificios se cubrían de pétalos. Las ventanas se
cerraban. Se oían portazos. En las calles rebotaba el ruido de los cañones.
La puerta se cerraba con un trueno.
Las mandíbulas gemelas de la puerta se
movían estremeciéndose.
Wilder dio un grito, giró en redondo y bajó.
Oyó debajo a la criada, y vio que le tendía
los brazos. Entonces, en picada, la alcanzó. Pateó el aire. El jet los
levantó a los dos.
Como una bala que va hacia el blanco, Wilder
aceleró hacia la Puerta. Pero un instante antes de llegar allí las Puertas se
juntaron ruidosamente. Wilder apenas alcanzó a cambiar de dirección, subiendo a
lo largo del metal mientras toda la ciudad se sacudía con el rugido del acero.
Parkhill gritaba desde abajo. Y Wilder
volaba hacia arriba, a lo largo de la pared, buscando por todos lados.
El cielo se iba cerrando aquí y allá. Los
pétalos bajaban, bajaban. Sólo quedaba un pequeño fragmento de cielo pétreo, a
la derecha. Allí fue Wilder, como una exhalación. Y dando puntapiés, pasó al
otro lado, volando, mientras la última plancha de acero volvía a su sitio, y
la Ciudad quedaba encerrada en sí misma.
Wilder quedó un momento suspendido en el
aire, y luego bajó a lo largo de la pared exterior hacia el muelle donde estaba
Aaronson, junto al yate, contemplando las enormes Puertas cerradas.
–Parkhill –murmuró Wilder, mirando la
Ciudad, las paredes, las Puertas–. Loco. Maldito loco.
–Locos, todos ellos –dijo Aaronson y se
apartó–. Locos. Locos.
Esperaron un momento más y escucharon la
Ciudad que zumbaba, viviente, encerrada en sí misma, la boca inmensa llena de
unos pocos trozos de calor, unas pocas personas perdidas y ocultas allí en
alguna parte. Las Puertas permanecerían cerradas ahora, para siempre. La Ciudad
tenía lo necesario para seguir un largo tiempo.
Wilder se volvió a mirar el lugar, mientras
el yate los llevaba de vuelta fuera de la montaña, canal arriba.
Un kilómetro más adelante, pasaron junto al
poeta que caminaba solo a la orilla del canal. Le hicieron señas para que
subiera.
–No. No, gracias. Tengo ganas de caminar. Es
un lindo día. Adiós. Sigan.
Las ciudades estaban adelante. Pequeñas
ciudades, que eran gobernadas por hombres. Wilder oyó una música de cobres. Vio
las luces de neón en la obscuridad. Reconoció los depósitos de chatarra en la
noche nueva, bajo las estrellas.
Más allá de las ciudades estaban los cohetes
plateados, altos, esperando que los dispararan hacia el desierto estrellado.
–Verdaderas –susurraban los cohetes–, cosas
verdaderas. Verdaderos viajes. Verdadero tiempo. Verdadero espacio. Nada de
regalos. Nada gratis. Mucho trabajo duro.
El yate llegó al desembarcadero.
–Cohetes, santo Dios –murmuró Wilder–.
Esperen a que les ponga la mano encima.
Corrió en la noche, sólo para eso.
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