martes, 26 de mayo de 2015

la ciudad perdida de Marte


El gran ojo flotaba en el espacio. Y detrás de ese ojo, escondido en algún lugar del metal y la maquinaria, había un ojo pequeño, el ojo de un hombre que miraba y no podía dejar de mirar todas las multitudes de es­trellas y los aumentos y disminuciones de luz a billones de billones de kilómetros de distancia.
El ojo pequeño se cerró con fatiga. El capitán John Wilder siguió junto al sistema telescópico que sondeaba el universo y al final murmuró:
–¿Cuál?
El astrónomo que estaba con él dijo:
–Puedes elegir.
–Ojalá fuera tan fácil. –Wilder abrió los ojos.–¿Qué sabemos de esa estrella?
–Alfa–Cisne II. Tamaño y espectro como nuestro sol. Sistema planetario, posible.
–Posible. No seguro. Si elegimos mal la estrella, Dios ayuda a la gente que enviemos en un viaje de doscientos años para encontrar un planeta que quizá no esté ahí. No, Dios me ayude, pues la elección final es mía, y bien puedo enviarme a mí mismo en este viaje. Así que, ¿cómo podemos estar seguros?
–No podemos. No nos queda otra cosa que decidirnos por lo más probable, despachar la nave y rezar.
–No eres muy alentador. Basta. Estoy cansado.
Wilder tocó un conmutador que cerró herméticamente el gran ojo, la lente–cohete del espacio que contemplaba fríamente el abismo, veía demasiado y sabía poco, y que ahora no sabía nada. El laboratorio invisible flotó a la deriva en una noche infinita.
–A casa –dijo el capitán–. Volvamos.
Y el ciego mendicante de estrellas giró en una exhala­ción de fuego, y desapareció.
Las ciudades fronterizas de Marte parecían muy her­mosas desde arriba. Mientras descendía, Wilder vio los neones sobre las colinas azules y pensó: Encenderemos esos mundos a billones de kilómetros de distancia, y los hijos de las gentes que vivan bajo esas luces en este ins­tante serán inmortales. Muy sencillo; si triunfamos, ten­drán una vida eterna.
Una vida eterna. El cohete descendió. Una vida eterna.
El viento que soplaba de la ciudad fronteriza traía un olor a grasa. En alguna parte una máquina tragamonedas de aluminio dentado funcionaba estrepitosamente. La chatarra se oxidaba en un depósito junto al puerto de cohetes. Unos diarios viejos bailaban solos en la pista ventosa.
Wilder, inmóvil en lo alto del ascensor–grúa, tuvo de pronto ganas de no bajar. Las luces se habían conver­tido ahora en personas, y ya no eran esas palabras que parecen ocupar toda la mente y pueden ser manejadas con elegante facilidad.
Suspiró. La carga de la gente era demasiado pesada. Las estrellas estaban también demasiado lejos.
–¿Capitán? –dijo alguien, detrás.
Wilder dio un paso. El ascensor bajó. Se hundieron con un chillido mudo en la tierra muy real con gente real, que estaba esperando para que Wilder eligiera.
A medianoche la caja del telegrama silbó y estalló en un mensaje proyectado. Wilder, sentado al escritorio, ro­deado de computadoras, no lo tocó du­rante un largo rato. Cuando al final sacó el mensaje, lo examinó, lo arrugó, apretándolo en una mano, lo des­arrugó y leyó otra vez:

Ultimo canal se llena la semana próxima. Lo invito a fiesta en yate. huéspedes distinguidos viaje cuatro días buscando ciudad perdida. rogamos respuesta. 
I. V. AARONSON

Wilder pestañeó y rió en silencio. Aplastó el papel de nuevo, pero se detuvo, levantó el tubo del teléfono, y dijo:
–Telegrama a I. V. Aaronson, Ciudad I, Marte. Res­puesta afirmativa. No hay ninguna razón sensata, pero igual... afirmativa.
Y colgó el tubo, y se puso a contemplar esa noche que obscurecía todas las máquinas que susurraban, sona­ban acompasadamente, se movían.

El canal seco esperaba.
Había estado esperando veinte mil años, y allí no había sino otra cosa que polvo, que se filtraba en mareas fantasmales.
Ahora, de pronto, el canal murmuraba.
Y ese murmullo se convirtió en aguas que se deslizan acometiendo y rebotando.
Como si un enorme puño mecánico hubiese golpeado las rocas en alguna parte, batiendo el aire y gritando "¡Milagro!", una muralla de agua avanzó orgullosa y alta, por los conductos y se tendió en todos los lugares secos del canal y fue hacia antiguos desiertos resecos, sorpren­diendo viejos muelles y levantando los esqueletos de bar­cos abandonados treinta siglos antes, cuando el agua se había desvanecido.
La marea dobló un recodo y levantó... un barco nue­vo como la mañana misma, con tornillos de plata recién forjados y tuberías de bronce, y brillantes banderas nue­vas cosidas en la Tierra. El barco, suspendido del costado del canal, llevaba el nombre Aaronson I.
Dentro del barco, un hombre que también se llamaba Aaronson sonreía. El señor Aaronson estaba sentado es­cuchando las aguas que vivían debajo del barco.
El sonido de un planeador, cada vez más cerca, y de una bicicleta motorizada, cada vez más cerca, entrecor­taban el sonido del agua, y en el aire, como convocados con una mágica sincronización, atraídos por el resplandor de las olas en el viejo canal, algunos hombres–tábanos volaban sobre las colinas en máquinas–cohetes, y colga­ban suspendidos como si vacilaran ante este encuentro de vidas provocado por un hombre rico.
Frunciendo el ceño y sonriendo, el hombre rico llamó a sus hijos, les gritó ofreciéndoles comida y bebida.
–¡Capitán Wilder! ¡Señor Parkhill! ¡Señor Beau­mont!
El planeador de Wilder perdió altura.
Sam Parkhill dejó la bicicleta motorizada, pues se había enamorado del yate a primera vista.
–¡Dios mío! –exclamó Beaumont, el actor, parte del friso de personas que bailaban en el cielo como abejas brillantes al viento–. He medido mal mi entrada. Llego temprano. ¡No hay público!
–¡Lo aplaudiré al bajar! –gritó el viejo, y así lo hizo; luego añadió–: ¡Señor Aikens!
–¿Aikens? –dijo Parkhill–. ¿El gran cazador?
Y Aikens se zambulló como para atraparlos con las asoladoras garras de un halcón. La vida veloz lo había pulido y asentado como una navaja y ahora el filo de Aikens cortaba el aire, cayendo, como decidido a vengar­se de las gentes que estaban allá abajo y que no le habían hecho nada. Un instante antes de la destrucción, Aikens tomó altura, y chillando apenas se deslizó hasta la pista. Aikens llevaba un cinturón, de donde colgaba un rifle. Tenía los bolsillos abultados, como un chico que acaba de salir de la bombonería. Hacía pensar que los había llenado de balas dulces y bombas raras. En las manos, como un chico malo, sostenía un arma que parecía un rayo caído directamente del puño de Zeus, pero con una marca: Made in U.S.A. Los ojos de cristal azul–verde menta eran sorpresas frías en la carne arruga­da y ennegrecida por el sol. Lucía una blanca sonrisa de porcelana, engastada en tendones africanos. El suelo no tembló bastante cuando Aikens descendió.
–¡El león merodea por las tierras de Judá! –exclamó una voz desde el cielo–. ¡Mirad ahora los corderos lle­vados a la carnicería!
– ¡Por el amor de Dios, Harry, cállate! –dijo una voz de mujer.
Y otros dos cometas agitaron las propias almas, esa tremenda humanidad al viento.
El hombre rico se mostraba jubiloso.
–¡Harry Harpwell!
–¡Mirad al Ángel de la Anunciación que nos envía el Señor! –dijo el hombre suspendido en el cielo–. Y lo que anuncia es...
–Que está otra vez borracho –suspiró la mujer, volando delante, sin volver la cabeza.
–Megan Harpwell –dijo el hombre rico, como un em­presario que presenta a su compañía.
–El poeta –dijo Wilder.
–Y la barracuda, la mujer del poeta –murmuró Parkhill.
–No estoy borracho –gritó el poeta en el viento, hacia abajo–. Estoy simplemente volando.
Y dejó caer tal diluvio de carcajadas que los de abajo casi alzaron las manos para protegerse.
Dejándose caer, como un dragón gordo de papel de seda, el poeta, cuya mujer había cerrado herméticamente la boca, se posó zumbando sobre el yate. Movió las manos como bendiciendo, y les guiñó el ojo a Wilder y a Parkhill.
–Harpwell –proclamó–. No es nombre adecuado para un poeta moderno que sufre en el presente, vive en el pasado, roba huesos de las tumbas de viejos drama­turgos, y vuela en este nuevo batidor de huevos y succionador de aire, para depositar sonetos en la cabeza de ustedes. Compadezco a los viejos santos y ángeles eufó­ricos que no tenían estas alas invisibles para lanzarse evoluciones como la oropéndola y en convulsiones extá­ticas en el aire mientras cantaban versos o se condenaban al infierno. Pobres espárragos confinados en la tierra, con las alas cortadas. Sólo los genios volaban. Sólo las Musas conocían el mareo...
–Harry – dijo la mujer, los pies en tierra, los ojos cerrados.
–¡Cazador! –exclamó el poeta–. ¡Aikens! Aquí está la presa más grande de todo el mundo: un poeta en el aire. Me desnudo el pecho. ¡Deje volar el aguijón de la abeja mielera! Bájeme a mí, Icaro, si las armas son los rayos del sol encendidos en un tubo y liberados en un solo fuego que escala el cielo y convierte sebo, pringue, pabilo y lira en simple papilla. ¡Listo, apunten, fuego!
El cazador, de buen humor, levantó el arma.
Entonces el poeta lanzó una carcajada mucho más poderosa y literalmente expuso el pecho desgarrándose la camisa.
En ese momento llegó la calma, por la orilla del canal.
Apareció una mujer caminando. La criada iba detrás. No había vehículo a la vista, y parecía casi como si las dos hubieran andado mucho desde las colinas de Marte y ahora se detuvieran.
La verdadera calma de esa entrada confirió dignidad y atención a Cara Corelli.
El poeta interrumpió el lirismo en el cielo y aterrizó.
Toda la compañía miraba a esa actriz que les devolvía la mirada sin verlos. Estaba vestida de negro; el mismo color del pelo obscuro. Caminaba como una mujer que ha hablado poco en la vida y ahora estuviera frente a ellos con el mismo sosiego, como esperando que alguien se adelantara a moverse. El viento le sopló el pelo que le caía sobre los hombros. La palidez de la cara era no­table. Esa palidez, más que los ojos, miraba a todos fija­mente.
Luego, sin decir una palabra, la mujer bajó al yate y se sentó adelante, como un mascarón de proa que conoce su sitio y allí va.
El momento de silencio había concluido.
Aaronson recorrió con el dedo la lista impresa de invitados.
–Un actor, una hermosa mujer que por casualidad es actriz, un cazador, un poeta, la mujer del poeta, el ca­pitán de un cohete, un ex técnico. ¡Todos a bordo!
En la popa de la enorme nave, Aaronson extendió los mapas.
–Señoras y señores – dijo–, esto es más que una juerga, una fiesta, una excursión de cuatro días. ¡Esto es una búsqueda!
Esperó a que las caras de los otros se iluminaran, como correspondía, y que pasaran la mirada de los ojos de él a los mapas, y entonces dijo:
–Estamos buscando la fabulosa Ciudad Perdida de Marte, llamada en un tiempo Dia–Sao. La Ciudad Con­denada, así la llamaban. Tenía algo terrible. Los habi­tantes huyeron de allí como de la peste. La Ciudad quedó vacía. Aún sigue vacía, siglos después.
– En los últimos quince años –dijo el capitán Wil­der–hemos completado las cartas, los mapas y los ín­dices tabulados de cada metro del territorio de Marte. No se puede pasar por alto una ciudad de ese tamaño.
–Es cierto –dijo Aaronson–, ustedes han trazado mapas desde el cielo, desde los campos, ¡pero desde el agua! ¡Pues los canales estuvieron vacíos hasta ahora! De modo que tomaremos las nuevas aguas que llenan este último canal e iremos a donde fueron alguna vez los barcos en los viejos tiempos, y veremos las últimas cosas nuevas que han de ser vistas en Marte. –El hombre rico continuó: –Y en algún lugar de nuestro trayecto, tan seguro como el aire que respiramos, encontraremos la más hermosa, la más fantástica, la más terrible ciudad de la historia de este viejo mundo. Y caminando por esa ciu­dad, ¿quién sabe?, descubriremos por qué motivo los marcianos huyeron dando gritos, como dice la leyenda, hace diez mil años.
Silencio. Luego el poeta estrechó la mano del viejo.
–¡Bravo! ¡Muy bien!
–Y en esa ciudad –dijo Aikens, el cazador–, ¿podría haber armas nunca vistas?
–Muy probable, señor.
–Bien –el cazador acunó el disparador de rayos–. Yo estaba aburrido de la Tierra, he disparado a todos los animales, he salido por falta de presas, y he venido aquí en busca de antropófagos más nuevos, mejores, más peligrosos, de toda forma o tamaño. ¡Ahora, además, nuevas armas! ¿Qué otra cosa se puede pedir? ¡Formi­dable!
Y dejó caer por la borda el rayo de plata azul, que se hundió en el agua clara, burbujeando.
–Salgamos de aquí.
– Sí, es cierto –dijo Aaronson–, salgamos de aquí.
Y apretó el botón que botaba el yate.
Y el agua se llevó el yate.
Y la nave avanzó hacia donde apuntaba la quieta pa­lidez de Cara Corelli: más allá.
Mientras tanto el poeta abría la primera botella de champán. El corcho salió con un estampido. Sólo el caza­dor no saltó.

El yate navegó regularmente durante el día hasta la noche. Encontraron unas ruinas antiguas y cenaron allí y bebieron un buen vino importado a sesenta millones de kilómetros de la Tierra. Se señaló que había viajado bien.
Luego del vino llegó el poeta, un buen rato, y después el sueño a bordo del yate que se desplazaba en busca de una ciudad que nadie había encontrado hasta entonces.
A las tres de la mañana, inquieto, poco acostumbrado a la gravedad de un planeta que le tironeaba el cuerpo y no lo dejaba en libertad de soñar, Wilder salió a la popa y encontró allí a la actriz.
La mujer estaba contemplando las aguas que se desli­zaban en obscuras revelaciones y apartamientos de estrellas.
Wilder se sentó junto a la mujer y pensó una pregunta.
En ese silencio, Cara Corelli se hizo la misma pre­gunta y la contestó.
– Estoy aquí en Marte porque no hace mucho, por pri­mera vez en mi vida, un hombre me dijo la verdad.
Quizá la actriz esperaba sorprender a Wilder. Wilder no dijo nada.
El barco se movía como sobre una corriente de aceite silencioso.
–Soy una mujer hermosa. He sido hermosa toda mi vida. Lo cual significa que desde el principio la gente mintió simplemente porque deseaba estar conmigo. Crecí rodeada por las mentiras de hombres, mujeres y niños que no podían arriesgarse a desagradarme. Cuando la belleza asoma, el mundo tiembla.
"¿Ha visto alguna vez a una hermosa mujer rodeada de hombres, los ha visto asintiendo, asintiendo? ¿Ha escu­chado esas risas? Los hombres ríen de cualquier tontería que diga una mujer hermosa. Se odiarán a sí mismos, sí, pero se reirán, dirán sí cuando es no y no cuando es sí.
"Bueno, así fue para mí todos los días de todos los años. Entre mi persona y cualquier cosa desagradable había una multitud de mentirosos. Las palabras de esos hombres me vestían de seda.
"Pero de pronto, oh, no hace más de seis semanas, ese hombre me dijo una verdad. Era algo insignificante. No lo recuerdo ahora. Pero no se rió. Ni siquiera sonrió.
"Y cuando todo hubo terminado y las palabras estu­vieron dichas, supe que había ocurrido una cosa terrible.
"Yo estaba envejeciendo.
El yate se mecía suavemente en las ondas.
–Oh, habría nuevos hombres que me mentirían sonriéndome otra vez. Pero vi los años por delante, en que la Belleza de pies pequeños ya no podría golpear el suelo provocando terremotos, ni hacer de la cobardía una cos­tumbre para gentes que por lo demás eran buenas.
"¿El hombre? Retiró esa verdad en seguida, cuando vio que me había chocado. Pero era demasiado tarde. Compré un billete de ida a Marte. Cuando llegué, la invitación de Aaronson me trajo a este nuevo viaje que terminará... quién sabe dónde.
Wilder descubrió que mientras escuchaba se había acer­cado tomándole la mano a la actriz.
–No –dijo ella, apartando la mano–. Nada de palabras. Nada de contactos. Nada de compasión. Nada de autocompasión –sonrió por primera vez–. ¿No es extra­ño? Siempre pensé que sería hermoso, un día, escuchar la verdad, quitarse la máscara. Qué equivocada estaba. No es nada divertido.
La mujer se sentó a contemplar las aguas negras y revueltas. Cuando se le ocurrió mirar de nuevo, unas horas más tarde, el asiento de al lado estaba vacío. Wil­der se había ido.

El segundo día, dejando que las nuevas aguas los lle­varan a donde ellas quisieran, navegaron hacia una ele­vada hilera de montañas y almorzaron, de paso, en un viejo santuario y cenaron esa noche en otra ruina. No se habló mucho de la Ciudad Perdida. Estaban seguros de que no aparecería nunca.
Pero el tercer día, sin que nadie dijera nada, sintieron la cercanía de una vasta Presencia.
El poeta fue quien al fin lo expresó con palabras.
–¿Está Dios en alguna parte canturreando despacito?
–Qué ridículo eres –le dijo su mujer–. Parece que no pudieras hablar con naturalidad ni siquiera cuando chismeas.
–¡Diablos, escuchen! –exclamó el poeta.
Entonces escucharon.
–¿No sienten como si estuvieran a las puertas del horno de una cocina gigantesca, como si dentro, en al­guna parte, confortablemente caliente, con las manazas enguantadas de harina, oliendo a maravillosas tripas y milagrosas vísceras, ensangrentado y orgulloso de la san­gre, Dios cocinara en alguna parte la cena de la Vida? En ese sol como una caldera, borbotea un caldo para que la vida florezca en Venus; en esa cuba, bulle un caldo de huesos y corazón nervioso para animales de planetas des­aparecidos hace diez billones de años–luz. ¿Y no está Dios contento de sus fabulosas obras en la gran cocina del Universo, donde ha preparado el menú de una historia de festines, hambrunas, muertes y nuevas germinaciones durante un billón de billones de años? Tóquense los huesos. Este canturreo, ¿no les sacude la médula? Por lo demás, Dios no sólo canturrea: canta en los elementos. Danza en las moléculas. La eterna celebración nos con­mueve. Hay alguien cerca. Atención.
El poeta se llevó el gordo dedo índice a los labios protuberantes.
Y ahora todo era silencio, y la palidez de Cara Corelli iluminaba las aguas que se obscurecían.
Todos lo sintieron. Wilder. Parkhill. Fumaban, disimu­lando. Echaban humo.
Esperaban en la obscuridad.
Y el canturreo se fue acercando. Y el cazador, oliéndolo, se acercó a la actriz silenciosa en la proa del yate. Y el poeta se sentó a escribir las palabras que había dicho.
–Sí –dijo, mientras salían las estrellas–. Está casi sobre nosotros. Sí –tomó aliento–, ha llegado.
El  yate entró en un túnel.
El túnel entraba en una montaña.
Y allí estaba la Ciudad.
Era una ciudad dentro de una montaña con praderas alrededor y un cielo de piedra encima, extrañamente co­loreado e iluminado. Y había estado perdida y había seguido perdida por la simple razón de que la gente había tratado de descubrirla volando o desenmarañando cami­nos, mientras todos los canales que llevaban a la ciudad seguían esperando a que los simples caminantes los re­corrieran como alguna vez los había recorrido el agua.
Y ahora el yate lleno de gente extraña de otro planeta tocaba un antiguo muelle.
Y la Ciudad se conmovió.
En los viejos tiempos, las ciudades estaban vivas o muer­tas según estuvieran habitadas o no. Era así de sen­cillo. Pero en los últimos tiempos de la vida de la Tierra o Marte, las ciudades no morían. Dormían. Y en fantasio­sas cavilaciones y ovillados sueños, recordaban cómo habían sido antes o cómo podían ser otra vez.
Así, cuando uno por uno, los miembros del grupo ba­jaron al desembarcadero, sintieron la presencia de un verdadero personaje: la oculta, aceitada, metálica y bri­llante alma de la metrópolis que se deslizaba en una caída de fuegos artificiales mudos y escondidos, despertando del todo.
El peso de las nuevas personas en el desembarcadero provocó un suspiro mecánico. Todos se sintieron como en una balanza de precisión. El desembarcadero se hundió un millonésimo de pulgada.
Y la Ciudad, la maciza Bella Durmiente nacida de un mecanismo de pesadilla, sintió ese contacto, ese peso, y ya no durmió más. Un trueno.
En una pared de treinta metros de alto había una puerta de veinte metros de ancho. Esa puerta, de dos ba­tientes, retrocedió entonces estruendosamente, ocultándo­se en la pared.
Aaronson dio un paso adelante. 
Wilder se movió para detenerlo. 
Aaronson suspiró. 
–Capitán, nada de consejos, por favor. Nada de ad­vertencias. Nada de patrullas de avanzada para espantar a los villanos. La Ciudad quiere que entremos. Nos da la bienvenida. No va a imaginarse usted que hay alguien vivo ahí dentro, ¿verdad? Es un lugar robot. Y no ponga cara de pensar que es una bomba de tiempo. ¿Hace cuánto? Veinte siglos, que no conoce juegos ni diversio­nes. ¿Lee usted los jeroglíficos marcianos? Esa piedra an­gular. La Ciudad fue construida por lo menos hace mil novecientos años.
–Y abandonada –dijo Wilder.
–Lo dice como si hubiera caído una peste sobre ella... 
–Una peste no –Wilder se agitó incómodo, sintiendo que la balanza del suelo se le movía bajo los pies, pesán­dolo–. Algo. Algo...
–¡Vamos a buscarlo! ¡Adentro todos! 
Solos y en parejas, los habitantes de la Tierra fran­quearon el umbral. Wilder fue el último. 
Y la Ciudad tuvo más vida.
Los techos de metal de la ciudad se abrieron como pétalos.
Las ventanas temblaron abriéndose como párpados, y miraron.
Un río de aceras murmuró y les lavó suavemente los pies; arroyuelos mecánicos que centelleaban por toda la Ciudad.
Aaronson observó complacido las marcas metálicas. 
–¡Bueno, gracias a Dios, me he quitado un peso de encima! Yo iba a invitarlos a un picnic a todos ustedes. ¡Pero ahora dejo el asunto en manos de la Ciudad! ¡Los encuentro aquí de vuelta dentro de dos horas y compara­remos nuestras notas! Adelante.
Y diciendo esto saltó a la móvil alfombra de plata que se lo llevó velozmente.
Wilder, alarmado, se adelantó para seguirlo. 
Pero Aa­ronson, jovial, le gritó:
–¡Venga, el agua está deliciosa!
Y el río de metal los arrebató, ondulando.
Y uno a uno fueron entrando en la acera móvil. Parkhill, el cazador, el poeta y su mujer, el actor y luego la mujer hermosa y la criada. Flotaban misteriosamente como estatuas en fluidos volcánicos, que los llevaban a alguna parte, o a ninguna parte, no podían saberlo.
Wilder saltó. El río lo tomó suavemente por los za­patos, y Wilder anduvo por las avenidas y los recodos de los parques y los fiordos de los edificios.
Y detrás, el desembarcadero y las puertas quedaron de­siertos. No había ninguna huella. Era casi como si no hubiesen estado nunca allí.
.
Beaumont, el actor, fue el primero en abandonar el sendero móvil. Le llamó la atención un determinado edi­ficio. Y, lo supo después, había saltado y se había acer­cado, husmeando.
Sonrió.
Porque ahora sabía dónde estaba, a causa del olor que salía del edificio.
–¡Lustrador de bronces, Dios mío, y esto significa una sola cosa!
Un teatro.
Puertas de bronce, barandillas de bronce, aros de bron­ce en cortinas de terciopelo.
Beaumont abrió la puerta del edificio y entró. Husmeó y lanzó una fuerte carcajada. Sí. Ni un cartel ni una luz, sólo el olor, la química especial de los metales y el polvo libre de un millón de entradas rotas.
Y sobre todo... escuchó. El silencio.
–El silencio que espera. No hay en el mundo otro silencio así. Sólo en los teatros. Las partículas mismas del aire se excitan ahí en la espera. Las sombras se sientan y contienen el aliento. Bueno... listo o no... allá voy...
El vestíbulo era un fondo marino de terciopelo verde.
El teatro mismo: un fondo marino de terciopelo rojo, sólo obscuramente percibido cuando abrió las puertas do­bles. En algún lugar, más allá, había un escenario.
Algo se estremeció como una enorme bestia. La respi­ración del actor la había soñado viva. El aire de la boca entreabierta movía el telón a treinta metros de distancia plegándolo y desplegándolo suavemente en la obscuridad, como alas inmensas.
Vacilando, el actor dio un paso.
Una luz empezó a aparecer en todo el alto cielo raso donde un cardumen de milagrosos peces prismáticos na­daban sobre sí mismos.
La luz oceánica jugaba en todas partes. El actor se quedó de pronto sin aliento.
El teatro estaba colmado de gente.
Había mil personas inmóviles, sentadas en la falsa obscuridad. Es cierto, eran pequeñas, frágiles, más bien obscuras, usaban máscaras plateadas, pero eran... per­sonas.
El actor supo, sin preguntarlo, que habían estado sen­tadas allí durante diez mil años.
Sin embargo no estaban muertas.
Estaban... tendió una mano. Golpeó con la punta de los dedos la muñeca de un hombre sentado junto al pasillo.
La mano tintineó suavemente.
Tocó el hombro de una mujer. Repicó. Como una campana.
Sí, habían esperado algunos miles de años. Pero las máquinas tienen la propiedad de saber esperar.
El actor dio otro paso y quedó petrificado.
Un suspiro había pasado por la multitud.
Era como el sonido primero y leve de un niño recién nacido poco antes de ese momento en que realmente suc­ciona, bala y se sacude la gimiente sorpresa de estar vivo.
Mil suspiros semejantes se desvanecieron en las corti­nas de terciopelo.
Debajo de las máscaras, ¿no había mil bocas abiertas?
Dos se movieron. Beaumont se detuvo.
Dos mil ojos pestañearon en la obscuridad de terciopelo.
Beaumont se movió de nuevo.
Mil cabezas silenciosas giraron en los dientes de las ruedas, antiguas pero bien aceitadas.
Lo miraron.
Un frío inextinguible invadió al actor.
Se volvió para correr.
Pero los ojos no lo soltaron.
Y desde el foso de la orquesta: música.
El actor miró y vio, levantándose lentamente, un en­jambre de instrumentos, todos extraños, todos de formas grotescamente acrobáticas, que eran rasgueados, sopla­dos, tocados y masajeados afinadamente.
El público, con un movimiento, volvió la mirada al escenario.
Una luz relampagueó. La orquesta lanzó un sonoro acorde de fanfarrias.
El telón rojo se entreabrió. Un reflector se clavó en el centro, resplandeciendo sobre un estrado vacío donde había una silla vacía.
Beaumont esperó. –No apareció ningún actor.
Un movimiento. Varias manos se levantaron a derecha e izquierda. Las manos se juntaron, prorrumpiendo en un aplauso suave.
La luz del reflector salió entonces del escenario y deambuló por el pasillo.
Las cabezas del público se volvieron siguiendo el vacío fantasma de la luz. Las máscaras centellearon suavemen­te. Los ojos resplandecieron detrás de las máscaras, con un cálido color.
Beaumont retrocedió.
Pero la luz se acercaba constantemente. Pintaba en el piso un cono romo de blanco puro.
Y se detuvo, picoteando, a los pies del actor.
El público se volvió, aplaudió todavía más. El teatro resonó, rugió, rebotó en una marea incesante de apro­bación.
Todo se disolvía dentro de Beaumont, pasando del frío al calor. Se sentía como si lo hubieran echado desnudo bajo un chaparrón de verano. La tormenta lo lavaba con gratitud. El corazón le saltaba en grandes latidos compul­sivos. Los puños se le iban solos. El esqueleto se le aflojó. Esperó un momento más largo, con la lluvia empapándole las mejillas levantadas y agradecidas y martilleán­dole los párpados hambrientos, que se estremecían cerrán­dose, y entonces se vio a sí mismo, como un fantasma en un muro almenado, llevado por una luz fantasmal, que se asomaba, caminaba, se deslizaba, moviéndose por el de­clive, bajando hacia una hermosa ruina, ya no caminando sino dando zancadas, no dando zancadas sino corriendo a toda velocidad, y las máscaras que brillaban, los ojos en­cendidos de deleite y fantástica acogida, las manos que volaban en el aire agitado en un vuelo recto de tiro de rifle con alas de paloma. Sintió que los zapatos le tro­pezaban con los escalones. El aplauso se cerró apagán­dose.
Beaumont sintió un nudo en la garganta. Después subió lentamente los peldaños y se detuvo a la luz mien­tras un millar de máscaras se clavaban en él y dos mil ojos observaban, y se sentó en la silla vacía, y el teatro se obscureció todavía más y la inmensa respiración del vientre–hogar salió suavemente por las gargantas de metal de lira, y sólo se oyó el sonido de una colmena mecánica que funcionaba alimentada con almizcle mecánico en la obscuridad.
Beaumont se tomó de las rodillas. Se dejó ir. Y al final dijo:
–"Ser o no ser"... El silencio era absoluto.
Ni una tos. Ni un movimiento. Ni un susurro. Ni un parpadeo. Todo era espera. Perfección. El público per­fecto. Perfecto, por siempre jamás. Perfecto. Perfecto.
Beaumont echó las palabras lentamente en aquel es­tanque perfecto y sintió cómo las olitas silenciosas se dispersaban y desaparecían. –... "ése es el problema".
El actor hablaba. El público escuchaba. Beaumont sa­bía que nunca lo dejarían irse. Lo derrotarían insensible­mente con el aplauso. Se dormiría con el sueño de un niño y se levantaría para hablar de nuevo. Todo Shakes­peare, todo Shaw, todo Moliere, cada trozo, migaja, te­rrón, pieza, pedazo. ¡El mismo en el repertorio! Se levantó para terminar.
Entonces, pensó: ¡Entiérrenme! ¡Cúbranme! ¡Hún­danme profundamente!
Obediente, el alud bajó la montaña.

Cara Corelli encontró un palacio de espejos.
La criada se quedó afuera.
Y Cara Corelli entró.
Mientras caminaba por un laberinto, los espejos le llevaron un día, luego una semana, luego un mes, luego un año, luego dos años de la cara.
Era un palacio de espléndidas y consoladoras menti­ras. Era como ser joven una vez más. Era estar rodeada por todos aquellos altos y brillantes hombres espejos que nunca más en la vida le dirían la verdad.
Cara caminó hasta el centro del palacio. En el mo­mento en que se detuvo se vio a sí misma a los veinticinco años, en cada uno de los altos y relucientes espejos.
Se sentó en el medio del brillante laberinto. Resplan­decía de felicidad.
La criada esperó afuera, quizá una hora. Y después se fue.

Aquel era un sitio obscuro con formas y tamaños aún no vistos. Olía a lubricante, sangre de lagartos antiguos con dientes de engranajes y ruedas, tendidos y silenciosos en la obscuridad, esperando.
Una puerta titánica se deslizó ruidosamente como una cola blindada barriendo el piso, y Parkhill se encontró en el viento bien aceitado que soplaba alrededor. Se sintió como si alguien le hubiera aplastado una flor blanca sobre la cara. Pero era sólo la súbita sorpresa de una sonrisa.
Las manos vacías le colgaban a los lados y se adelan­taban en ademanes impulsivos y del todo inconscientes. Mendigaban el aire. Así, chapoteando en silencio, se dejó ir al Garaje, Depósito de Máquinas, Taller de Repara­ciones, a lo que fuera.
Y lleno de santo deleite y de una santa y no santa ale­gría infantil ante todo lo que veía ahora, dio unos pasos y se volvió lentamente.
Porque hasta donde alcanzaban los ojos, había ve­hículos.
Vehículos que corrían por el suelo. Vehículos que vo­laban por el aire. Vehículos que tenían las ruedas pre­paradas para ir en cualquier dirección. Vehículos de dos ruedas. Vehículos de tres, cuatro, seis, ocho ruedas. Ve­hículos que parecían mariposas. Vehículos que parecían antiguas bicicletas motorizadas. Había allí tres mil en hi­lera, cuatro mil que brillaban, preparados. Había otros mil volcados, las ruedas al aire, las vísceras expuestas, esperando que los repararan. Otros mil encaramados en montacargas como arañas, los amados reversos a la vista, y los discos, tubos, engranajes intrincados, delicados, necesitaban que los tocaran, los destornillaran, les pusie­ran válvulas nuevas, cables nuevos, los aceitaran, los lu­bricaran delicadamente...
A Parkhill le picaban las palmas de las manos.
Caminó a través del prístino olor de los charcos de aceite entre los muertos y los que esperaban la resurrec­ción, reptiles mecánicos blindados, antiguos pero nuevos, y cuanto más los miraba más le dolía la boca de tanto sonreír.
La Ciudad era una ciudad cabal, y hasta cierto punto se mantenía a sí misma. Pero en algunos casos las mari­posas más raras de telaraña metálica, aceite gaseoso y sueños osados caían por tierra; las máquinas que re­paraban las máquinas envejecían, enfermaban, se dete­rioraban. Allí estaba entonces el Garaje de las Bestias, el soñoliento Depósito de Huesos de Elefante donde unos dragones de aluminio arrastraban las almas oxidadas, es­perando que hubiese quedado alguna persona viva entre tanto metal activo pero muerto, y que esa persona ende­rezara las cosas. Un Dios de las máquinas que dijera: ¡Tú, ascensor–Lázaro, levántate! ¡Tú, planeador, resucita! Y ungiéndolos con aceite de leviatán, les diera unos golpecitos de llave inglesa y los enviara hacia una vida casi eterna en el aire y los senderos de mercurio.
Parkhill anduvo entre novecientos hombres y mujeres robots destruidos por simple corrosión. El los curaría del óxido.
Ahora. Si empezaba ahora, pensó Parkhill, enrollándo­se las mangas y contemplando un corredor de un buen kilómetro de largo, con máquinas que esperaban el taller, el montacargas, el ascensor, el almacenamiento, el tanque de aceite y un manojo de herramientas desparramadas que brillaban listas para que él las empuñara; si empezaba ahora, podía abrirse camino hasta al final de treinta años de trabajo gigantesco y continuo, ¡de accidentes, choques y reparaciones!
Un billón de pernos que ajustar. ¡Un billón de motores que reparar! Un billón de tripas de hierro para meterse debajo, como un huérfano poderoso, chorreando aceite, solo, solo con los siempre hermosos inventos, pertrechos y milagrosos dispositivos que nunca respondían, y se sa­cudían zumbando como pájaros.
Las manos de Parkhill quedaron en suspenso sobre las herramientas. Tomó una llave inglesa. Encontró un carri­to bajo de cuarenta ruedas. Se tendió en el carrito. Bogó por el garaje en una larga y silbante recorrida. El carrito se precipitó hacia adelante.
Parkhill desapareció debajo de un gran coche de algún modelo antiguo.
Fuera de la vista, se lo podía oír trabajar en las tripas de la máquina. Tendido de espaldas, le hablaba continua­mente. Y cuando al fin la palmeó despertándola a la vida, la máquina le respondió.

Los senderos de plata corrían siempre a alguna parte.
Hacía miles de años que corrían vacíos, llevando sólo polvo a destinos remotos, entre los edificios soñadores y altos.
Ahora, en una acera móvil, Aaronson viajaba como una estatua envejecida.
Y cuanto más lo impulsaba el camino, más rápidamen­te se mostraba la Ciudad, más edificios pasaban, más parques surgían a la vista, más se le desvanecía la sonrisa a Aaronson. De pronto le cambió el color de la cara.
–Un juguete –se oyó murmurar. El murmullo era antiguo–. Otro –y aquí la voz de Aaronson era tan baja que desapareció–... sólo otro juguete.
Un superjuguete, sí. Pero la vida de Aaronson estaba llena de juguetes semejantes y siempre había sido así. Si no era alguna máquina tragamonedas era la que entre­gaba mercancías del tamaño siguiente o un tocadiscos estereofónico con altoparlantes elefantiásicos. Luego de toda una vida de manejar el papel de lija metálico, sentía los brazos gastados hasta el hueso, y los dedos eran simples botones. No, no tenía manos ni muñecas. ¡Aaronson, el Niño–Foca! Las tontas aletas aplaudían a una ciudad que era, en realidad, nada más y nada menos que una má­quina tragamonedas de tamaño económico, y que grazna­ba con una respiración idiota. ¡Y él conocía la canción! Que Dios los ayudara. El conocía la canción.
Pestañeó sólo una vez.
Un párpado interior bajó como acero frío.
Se volvió y anduvo por las aguas plateadas de la acera.
Encontró un río móvil de acero que lo llevó de vuelta a las Grandes Puertas.
En el camino se encontró con la criada de la Corelli, que andaba perdida en su propia corriente de plata.

En cuanto al poeta y su mujer, la batalla permanente que libraban despertaba ecos en todas partes. Gritaron por treinta avenidas, hicieron crujir los vidrios de dos­cientas tiendas, batieron las hojas de setenta variedades de arbustos y árboles en los parques, y sólo callaron aho­gados por la cercanía de un estruendoso surtidor que lan­zaba al aire metropolitano una andanada de claros fuegos artificiales.
–La cosa es –dijo la mujer, puntuando una de las respuestas más sucias del poeta–que sólo has venido para meterle mano a la mujer más próxima y rociarle los oídos con mal aliento y peores versos.
El poeta murmuró una palabrota.
–Eres peor que el actor –dijo la mujer–. Siempre lo mismo. ¿No puedes callarte nunca?
–¿Y tú? –gritó el poeta–. Ah, Dios, estoy hecho una pasta por dentro. ¡Cállate, mujer, o me arrojo a la fuente!
–No. Hace años que no te bañas. ¡Eres el cerdo del siglo! ¡Tu retrato adornará el mes próximo el Anuario del Porquerizo!
–¡Esto es ya lo último!
Las puertas se golpearon en un edificio.
La mujer retrocedió y golpeó las puertas con los puños. Las puertas estaban cerradas.
– ¡Cobarde! –chilló–. ¡Abre!
Una palabrota llegó rebotando, débil.

–Ah, escucha este dulce silencio –susurró, en la obscuridad que era como un caparazón.
Harpwell se encontró en una consoladora vastedad, en un edificio amplio como un vientre, sobre el que pen­día una marquesina de pura serenidad, un vacío sin es­trellas.
En el centro de ese recinto que era aproximadamente un círculo de sesenta metros, había un dispositivo, una máquina. La máquina tenía diales, reóstatos, conmuta­dores, un asiento y un volante.
–¿Qué clase de vehículo es éste? –susurró el poeta, pero se acercó más y se inclinó para tocar–. Cristo crucificado y compasivo, ¿a qué huele? ¿A sangre y nuevas tripas? No, porque está limpia como la camisa de una virgen. Sin embargo me da en la nariz. Violencia. Simple destrucción. Siento que ese maldito esqueleto tiembla como un nervioso mastín de raza. Está llena de cosas. Probemos un poco.
Se sentó en la máquina.
–¿Qué es lo que toco primero? ¿Esto?
Movió un conmutador.
La máquina sabueso de los Baskerville gimió como un perro dormido.
–Buena bestia. –El poeta tocó otro conmutador.–¿Cómo te va, animal? Cuando el maldito invento está en plena marcha, ¿adonde va? No tienes ruedas. Bueno, sor­préndeme. Yo me atrevo.
La máquina se estremeció.
La máquina dio un salto.
Corrió. Se precipitó.
El poeta se aferró al volante.
–¡Santo Dios!
Porque estaba ahora en una carretera corriendo veloz­mente.
El aire lo inundaba. Arriba, el cielo relampagueaba con colores fugitivos.
El velocímetro marcaba cien, ciento veinte.
Y la carretera extendía su cinta, se le acercaba como un relámpago. Ruedas invisibles chasqueaban y resonaban en un camino cada vez más irregular.
A lo lejos, adelante, apareció un coche.
Corría velozmente. Y...
–¡Viene por la mano que no le corresponde! ¿Lo ves, mujer? La que no le corresponde.
Recordó entonces que su mujer no lo acompañaba esta vez.
Estaba solo en un coche que corría –ahora a ciento cincuenta kilómetros por hora–hacia otro coche que se acercaba a una velocidad parecida.
Hizo girar el volante.
El vehículo se desplazó a la izquierda.
Casi instantáneamente el otro coche hizo un movi­miento compensatorio y se corrió a la derecha.
–Ese maldito estúpido, en qué andará pensando... ¿dónde está el condenado freno?
Harpwell buscó con el pie en el piso. No había freno. Extraña máquina, realmente. Corre todo lo rápido que uno quiera, ¿pero cómo se detiene? ¿Disminuye sola la velocidad? No había frenos. Nada más que... acelera­dores.
Toda una serie de botones redondos en el piso, que aumentaban la potencia del motor.
Ciento cincuenta, ciento ochenta, doscientos kilómetros por hora.
–¡Santo Dios! –chilló Harpwell–. ¡Vamos a cho­car! ¿Qué te parece, muchacha?
Y en el último instante anterior a la colisión, pensó que a ella le gustaba mucho.
Los coches chocaron. Vomitaron llamas gaseosas. Se deshicieron en astillas. Dieron varias vueltas. El poeta se sintió proyectado en todas direcciones. Era una antorcha lanzada al cielo. Los brazos y piernas le bailaban un ri­godón loco en el aire mientras sentía que los frágiles huesos le estallaban en éxtasis de agonía. Al fin, aferrado a la muerte como a una compañera obscura, gesticulando, cayó en una negra sorpresa, deslizándose hacia otras nadas.
Quedó allí en el camino, tendido y muerto.
Estuvo muerto un largo rato.
Después abrió un ojo.
Sintió el lento brasero debajo del alma. Sintió que el agua burbujeante se alzaba, a las alturas de su propio espí­ritu, como una infusión de té.
–Estoy muerto – dijo–, pero vivo. ¿Ves todo esto, mujer? Muerto pero vivo.
Se encontró sentado en el vehículo, tieso.
Estuvo allí sentado durante diez minutos pensando en todo lo que había ocurrido.
–Veamos –cavilaba–. ¿No fue interesante, por no decir, fascinante? ¿Por no decir casi regocijante? Me refiero, desde luego, a que me sacó todo de adentro, me hizo salir el alma temerosa por una oreja para metér­mela por la otra, me cortó el aliento y me desgarró las entrañas, me rompió los huesos y me sacudió el cerebro, pero, pero, pero, mujer, pero, pero, pero, mi querida y dulce Meg, Meggy, Megan, me gustaría que hubieses es­tado, te hubiera sacudido la nicotina de esos pulmones tuyos de burra y te hubiese molido en el tuétano el moho sepulcral de la mezquindad. Veamos ahora, mujer, eche­mos una mirada a Harpwell–mi–marido–el poeta.
Movió las perillas.
Aporreó el poderoso motor.
–¿Probamos otra diversión? ¿Probamos otra aguerrida excursión de picnic? Vamos.
Y puso el coche en marcha.
Casi en seguida, el vehículo corría a ciento ochenta y luego a doscientos veinte kilómetros por hora.
Casi en seguida apareció adelante el coche opuesto.
–Muerte –dijo el poeta–. ¿Estás siempre ahí, enton­ces? ¿Andas rondando? ¿Este es el lugar donde buscas? ¡Probemos tu coraje!
El coche corría a toda velocidad. El otro coche se pre­cipitaba como un bólido.
El poeta dobló a la otra pista.
El otro coche lo siguió, avanzando hacia la Destrucción.
–Sí, ya veo, bueno, ahora así –dijo el poeta.
Y movió una perilla y apretó otro acelerador.
En el instante antes del choque, los dos coches se transformaron. Envueltos en velos ilusorios, se convirtie­ron en jets en el momento de despegar. Con un chillido, los dos jets arrojaron llamas, desgarraron el aire, gimieron al pasar la barrera del sonido, en una sucesión de explo­siones que culminaron en otra, la más poderosa de todas, cuando las dos balas chocaron, se fundieron, se entrete­jieron, entrelazaron sangre, mente y negrura eterna, para caer luego en una red de medianoche, extraña y apacible.
Estoy muerto, pensó Harpwell de nuevo.
Y es agradable, gracias.
Se despertó sintiendo una sonrisa en la cara.
Estaba sentado de nuevo en el vehículo.
Dos veces muerto, pensó, y cada vez se sentía mejor. ¿Por qué? ¿No es curioso? Raro y más que raro. Rarí­simo.
Aporreó de nuevo el motor.
¿Qué sería esta vez?
¿Una locomotora? se preguntó. ¿Por qué no un tren negro y ruidoso de los tiempos primitivos?
Y él, un maquinista, no se detenía. El cielo vacilaba y las pantallas de cine o lo que fuesen arremetían con rápidas imágenes de humo y un silbato de vapor y una rueda enorme dentro de una rueda en una vía tortuosa, y la vía que trepaba por las colinas y allá lejos, de lo alto de la montaña, otro tren que llegaba, negro como una manada de búfalos, arrojando volutas de humo, por las mismas vías, el mismo camino, viniendo al encuentro de un fantástico accidente.
–Ya veo –dijo el poeta–. Empiezo a ver. Empiezo a saber qué es esto y para qué les sirve a las gentes como yo, los pobres y errantes idiotas, confusos y engañados quizá por sus madres apenas salieron al mundo, abruma­dos por la culpa cristiana y enloquecidos por la necesidad de destrucción, y recogiendo aquí un magro salario de heridas y allá de cicatrices, y más allá un mayor agravio portátil en forma de mujer, pero hay algo seguro: que­remos morir, queremos que nos maten y aquí está lo ade­cuado, en una forma de pago conveniente y rápido. ¡De modo que paga, máquina, distribuye, dulce y encantador invento! ¡Arrebata, muerte! Soy tu hombre.
Y las dos locomotoras se encontraron y treparon una sobre otra. Subieron por una negra escala de explosión, movieron y entrecruzaron los pistones y se embadurnaron las lustrosas barrigas de negro y se frotaron las calderas, y sacudieron bellamente la noche en un solo remolino de metralla y llamas. Luego las locomotoras, en una pesada danza de rapto, se abrazaron y fundieron con violencia y pasión, hicieron una monstruosa reverencia y cayeron de la montaña y tardaron mil años en llegar al fondo de los pozos rocosos.
El poeta despertó e inmediatamente tomó las palancas. Canturreaba entre dientes, aturdido. Entonaba canciones disparatadas. Le relampagueaban los ojos. El corazón le latía rápidamente.
–¡Más, más, ahora lo veo, ahora sé lo que debo hacer, más, más, por favor, oh Dios, más, pues la verdad me liberará!
Pisó tres, cuatro, cinco pedales.
Manoteó seis conmutadores.
El vehículo era auto–el–locomotora–deslizador–proyectil–cohete.
El poeta corría, echaba vapor, rugía, se remontaba, volaba. Los coches atropellaban. Las locomotoras acome­tían. Los jets atacaban. Los cohetes silbaban.
Y en una descabellada orgía de tres horas, Harpwell chocó con trescientos autos, se encontró con veinte trenes, hizo volar diez deslizadores, estallar cuarenta proyectiles, y en la lejanía del espacio, en una ceremonia final entregó el alma gloriosa junto con un cohete interplanetario que iba a trescientos mil kilómetros por hora, chocó con un meteoro de hierro, y se fue lindamente al infierno.
En conjunto, Harpwell calculó que había sido destro­zado y reconstituido en unas escasas y breves horas poco menos que quinientas veces.
Cuando todo terminó, se quedó sentado sin tocar el volante, los pies lejos de los pedales.
Luego de media hora de estar sentado allí, Harpwell empezó a reírse. Echó la cabeza hacia atrás y lanzó gritos de guerra indios. Se levantó, sacudiendo la cabeza, más borracho que nunca, verdaderamente borracho ahora, y supo que así estaría siempre, y que nunca más necesitaría beber.
He sido castigado, pensó, realmente castigado al final. Realmente herido al final, y herido bastante, una y otra vez, de modo que nunca más necesitaré que vuelvan a herirme, nunca más necesitaré ser destruido, nunca más tendré que aceptar otro insulto, ni recibir otra herida ni solicitar un agravio. Dios bendiga el genio del hombre y a los inventores de estas máquinas, gracias a las cuales el culpable puede pagar y quedar al fin libre del obscuro albatros y de la carga terrible. Gracias, Ciudad, gracias, viejo planeador de almas necesitadas. Gracias. ¿Y cuál es la salida?
Una puerta se abrió.
La mujer de Harpwell estaba esperándolo.
–Bueno, aquí estás –le dijo–. Y todavía borracho.
–No –contestó el poeta–. Muerto.
–Borracho.
–Muerto, bellamente muerto por fin. Lo cual signifi­ca, libre. No te necesito más, querida Meg, Meggy–Megan. Tú también quedas liberada, como una espantosa con­ciencia. Vete a perseguir a algún otro, muchacha. Ve a destruir. Te perdono los pecados que has cometido con­migo, porque al fin yo me he perdonado también. Me he soltado del anzuelo cristiano. Soy el muerto querido y errante, que por fin puede vivir. Ve y haz lo mismo, oh señora. Dentro de ti. Sé castigada y libérate. Plasta la vista, Meg. Adiós.
Harpwell se alejó.
–¿Adonde crees que vas? –gritó la mujer. –Bueno, salgo a la vida y a la sangre de la vida, feliz al fin.
–¡Vuelve aquí! –chilló la mujer.
–No puedes detener a los muertos, pues van y vienen por el universo, felices como niños en el campo obscuro.
–¡Harpwell! –rebuznó ella–. ¡Harpwell!
Pero Harpwell se había metido en un río de metal plateado.
Y dejó que el amado río se lo llevara riendo, hasta que las lágrimas le brillaron en las mejillas, cada vez más lejos del chillido y el rebuzno y el grito de aquella mujer, ¿cómo era que se llamaba?, no importa, que había quedado allá atrás, que había desaparecido.
Y cuando llegó a la Puerta caminó a lo largo del canal en el hermoso día, encaminándose a las ciudades lejanas.
En ese momento, iba cantando todas las viejas can­ciones que había oído a la edad de seis años.

Era una iglesia.
No, no era una iglesia.
Wilder dejó que la puerta se cerrara.
Se quedó de pie en la obscuridad de la catedral, espe­rando.
El cielo raso, si había cielo raso, respiraba en un gran suspenso, flotaba allá arriba, inalcanzable.
El piso, si había piso, era sólo algo firme, debajo. Era negro, también.
Y entonces aparecieron las estrellas. Era como aquella primera noche de la infancia, cuando su padre lo había sacado de la ciudad, llevándolo a una colina donde las luces eléctricas no podían empequeñecer el Universo. Y había mil, no, diez mil, no, diez millones de billones de estrellas que colmaban la obscuridad. Las estrellas eran multifacéticas y brillantes, y eran indiferentes. Ya enton­ces lo supo: eran indiferentes. Si respiro o no respiro, si vivo o muero, es indiferente para esos ojos que miran desde todas partes.
Y había tomado la mano del padre, y la había apre­tado como si pudiera caerse en aquel abismo.
Ahora, en ese edificio, sentía de nuevo el viejo terror y el viejo sentido de la belleza y el viejo llamado silen­cioso a la humanidad. Las estrellas lo llenaban de compasión; los hombres eran tan pequeños y estaban perdidos en tanta grandeza.
Entonces ocurrió otra cosa.
Debajo de los pies de Wilder el espacio se abrió y dejó pasar otro billón de chispas de luz.
Quedó suspendido como una mosca sobre un vasto lente telescópico. Caminó en un agua de espacio. Estaba de pie en la córnea transparente de un ojo enorme, y alrededor, como de noche en invierno, debajo de los pies y sobre la cabeza, en todas direcciones, no había nada más que estrellas.
De modo que al fin era una iglesia, era una catedral, una multitud de vastos santuarios universales; aquí el culto de la Nebulosa de la Cabeza de Caballo, allá la galaxia de Orion, y allá Andrómeda, como la cabeza de Dios, contemplada con vehemencia y lanzada a través de las obscuras y crudas sustancias de la noche para apu­ñalarle el alma, retorcerla, y clavársela en el reverso de la carne.
Dios, en todas partes, lo miraba fijamente con ojos que no se cerraban ni pestañeaban.
Y él, Wilder, como un fragmento bacteriano de la misma Carne, le devolvía la mirada, y apenas retrocedía.
Wilder esperaba. Y un planeta flotó en el vacío. Giró una vez con una cara redonda, otoñal y madura. Dio una vuelta y se puso encima de Wilder.
Y Wilder estaba ahora de pie sobre un lejano mundo de hierba verde y de grandes árboles lujuriantes, donde el aire era fresco y corría un río como los ríos de la infancia, de reflejos de sol y de peces saltarines.
–¿Mío? –preguntó al aire simple, a la simple hierba, a la larga simplicidad del agua que corría en la arena baja.
Y el mundo respondía sin palabras: tuyo.
Tuyo sin el largo viaje y el tedio, tuyo sin noventa y nueve años de vuelo desde la Tierra, durmiendo en cá­maras de vidrio, alimentándose con un fluido que le me­tían en las venas, soñando pesadillas en que la Tierra se perdía y desaparecía. Tuyo sin tortura, sin dolor, tuyo sin tanteos, fracasos y destrucción. Tuyo sin sudor y mie­do. Tuyo sin lágrimas. Tuyo. Tuyo.
Pero Wilder no tendió las manos, aceptando.
Y el sol se obscureció en el cielo ajeno.
Y el mundo se borró debajo de los pies de Wilder.
Y sin embargo otro mundo emergió y pasó en un largo desfile de glorias todavía más brillantes.
Y este mundo giró también, sopesándolo. Y allí los campos eran del verde más profuso, las montañas estaban coronadas por nieves derretidas, en los campos lejanos maduraban extrañas cosechas y las guadañas esperaban al borde del camino a que Wilder las levantara y moviera, segando, y viviera la vida de algún modo.
Tuyo. Eso decía el más leve roce del aire en el vello del interior de la oreja. Tuyo.
Y Wilder, sin sacudir la cabeza, retrocedió. No dijo que no. Lo pensó solamente.
Y la hierba se secó en los campos. Las montañas se desmoronaron.
Los vados de los ríos se volvieron polvo.
Y el mundo se apartó.
Y Wilder se quedó de nuevo en el espacio donde Dios había estado antes de crear un mundo, a partir del Caos.
Y al final Wilder habló y se dijo a sí mismo:
–Sería fácil. Oh Señor, sí, me gustaría. Nada de tra­bajo, nada, sólo aceptar. Sin embargo... Tú no puedes darme lo que quiero.
Miró las estrellas.
–Nada puede darse, nunca.
Las estrellas empezaron a obscurecerse.
–Es realmente muy sencillo. Tengo que pedir pres­tado, tengo que ganar. Tengo que tomar.
Las estrellas se estremecieron y murieron.
–Muy amable, gracias, no.
Todas las estrellas habían desaparecido.
Wilder se volvió y sin mirar hacia atrás, caminó en la sombra. Golpeó la puerta con la palma. Salió de la Ciudad.
Se negó a escuchar si el universo maquinal gritaba detrás de él en un gran coro, todo gritos y heridas, como una mujer rechazada. Los cacharros de una vasta cocina robot cayeron al suelo. Cuando se oyó el ruido, Wilder ya no estaba.

Era un Museo de Armas.
El cazador caminó entre las vitrinas.
Abrió una vitrina y sacó un arma que parecía la antena de una araña.
El arma zumbó, y un vuelo de abejas metálicas salió chisporroteando por la boca del rifle, voló y se clavó como un aguijón en el blanco de un maniquí a unos cincuenta metros, y luego cayó sin vida, repicando en el piso.
El cazador asintió con admiración, y volvió a poner el rifle en la vitrina.
Anduvo de un lado a otro merodeando, curioso como un niño, probando armas aquí y allá, armas que disolvían el vidrio o fundían el metal en brillantes charcos de lava amarilla.
–¡Excelente! ¡Magnífico! ¡Absolutamente grandioso! Las exclamaciones del cazador resonaban una y otra vez a medida que iba abriendo y cerrando de golpe las vitri­nas. Al fin se decidió.
Era un arma que, sin alboroto ni furia, destruía la materia. Uno apretaba el botón, había una breve descarga de luz azul, y el blanco sencillamente desaparecía. Nada de sangre. Ninguna lava. Ninguna huella.
–Muy bien –anunció el cazador, abandonando la Casa de las Armas–, tenemos el arma. ¿Pero qué pasa con la Presa, la Bestia Mayor en la Larga Cacería? Saltó a la acera móvil.
Una hora después había dejado atrás un millar de edificios, atisbando en un millar de parques públicos sin mover el dedo.
Se desplazó incómodo de un sendero a otro, cambian­do las velocidades ahora en una dirección, luego en otra. Hasta que al fin vio un río de metal que corría bajo tierra.
Instintivamente saltó hacia el río.
La corriente metálica lo llevó al vientre secreto de la Ciudad.
Allí todo era caliente obscuridad de sangre. Allí extra­ñas bombas movían el pulso de la Ciudad. Allí se desti­laban los humores que lubricaban los caminos y movían los ascensores y animaban las oficinas y las tiendas.
El cazador se agazapó en el camino. Miraba de reojo. La transpiración se le juntaba en las palmas de las ma­nos. El dedo aceitaba el gatillo, resbalando.
–Sí –susurró–. Por Dios, ahora. Es ésta. La Ciudad misma... la Gran Bestia. ¿Por qué no lo pensé? La Ciudad Animal, la terrible presa. Tiene hombres para el desayuno, el almuerzo y la cena. Los mata con má­quinas. Les mastica los huesos como palitos de pan. Los escupe como palillos de dientes. Vive mucho después de que han muerto. La Ciudad, por Dios, la Ciudad. Bueno, ahora...
El cazador se deslizó a través de cavernas obscuras de ojos de televisión que le mostraban senderos y torres altas.
Se hundió más profundamente en el vientre del mundo subterráneo a medida que el río bajaba. Pasó junto a un enjambre de calculadoras que charlaban en un coro ma­níaco. Se estremeció cuando una nube de papel picado salió de una máquina y le cayó encima como una nieve susurrante.
Levantó el arma. Disparó.
La máquina desapareció.
Disparó de nuevo. La estructura de otra máquina desa­pareció también.
La Ciudad chilló.
Primero muy bajo y luego muy alto, después, subiendo, cayendo como una sirena. Las luces relampagueaban. Las campanas tocaron la alarma. El río metálico se estremeció bajo los pies del cazador, corrió más lentamente. El caza­dor disparó a las pantallas de televisión, resplandecientes y blancas; allá arriba las pantallas pestañearon y se des­vanecieron.
La Ciudad chilló y chilló hasta que el cazador se enfu­reció, y de la médula de los huesos le salió un polvo negro de demencia.
No vio, hasta que fue demasiado tarde, que el camino lo llevaba a las crujientes fauces de una máquina que cumplía alguna función ya olvidada hacía siglos.
El cazador pensó entonces que apretando el gatillo la boca terrible desaparecería. De hecho desapareció. Pero mientras el camino se aceleraba y el cazador giraba y caía cada vez más rápido, se dio cuenta al fin de que el arma no había destruido nada. Sólo había vuelto invisible lo que había estado allí, y seguía estando allí.
Lanzó un grito tan terrible como el grito de la Ciu­dad. Arrojó el arma en un último golpe. El arma se deshizo en engranajes y ruedas dentadas y cayó, retor­ciéndose.
Lo último que vio el cazador fue un profundo pozo de ascensor que quizá se hundía un kilómetro en la tierra.
Supo que tardaría un minuto y medio en chocar con el fondo. Gritó.
Lo peor era que sería consciente... durante toda la caída...

Los ríos se agitaron. Los ríos de plata temblaron. Los senderos, sacudidos, convulsionaron las vecinas orillas de metal.
Wilder, que se iba, quedó tendido casi por el impacto.
Ignoraba la causa. Quizá, muy lejos, hubo un grito, un murmullo terrible que se desvaneció en seguida.
Wilder siguió. La senda plateada continuaba avanzan­do. Pero la Ciudad parecía suspendida, boquiabierta, ten­sa, y apretaba los músculos enormes y variados.
Wilder echó a caminar, mientras el sendero se lo llevaba.
–Gracias a Dios. Ahí está la Puerta. Cuanto antes salga de este sitio, mejor que mejor...
La Puerta estaba allí, en efecto, a menos de cien me­tros. Pero en ese instante, como si hubiera oído la decla­ración de Wilder, el río se detuvo, se estremeció, y en seguida empezó a retroceder, llevando a Wilder donde no quería ir.
Incrédulo, Wilder giró, y cayó. Se aferró a los bordes del sendero móvil.
La cara apretada contra la red vibrante del pavimento, que corría como un río veloz, Wilder oyó debajo los en­granajes y poleas de unas máquinas que zumbaban y gruñían, siempre rezumando, siempre soñando viajes y ex­cursiones insensatas. Debajo del metal tranquilo, avispas en línea de combate clavaban los aguijones y zumbaban, abejas perdidas murmuraban y caían. Abrumado, Wilder vio que la Puerta se perdía detrás. Recordó al fin el peso extra que llevaba en las espaldas, el equipo de reacción que podía darle alas.
Manoteó el conmutador que tenía en el cinturón. Y justo antes que el sendero lo arrastrara a los cobertizos y paredes del museo, Wilder estaba en el aire.
Volando, planeó, y nadó en el aire hasta quedar sus­pendido sobre Parkhill que miraba hacia arriba, cubierto de grasa y sonriendo con la cara sucia. Más allá de Parkhill, en la Puerta, estaba la criada, asustada. Todavía más lejos, cerca del yate en el muelle. Aaronson daba las espaldas a la ciudad, deseando irse.
–¿Dónde están los otros? –gritó Wilder.
–Oh, no volverán –dijo Parkhill, con naturalidad–. Así parece, ¿no es cierto? Quiero decir, es un sitio for­midable.
–¿Formidable? –dijo Wilder, planeando hacia arriba, hacia abajo, dando vueltas lentamente, aprensivo–. ¡Te­nemos que sacarlos! No es un sitio seguro.
–Es seguro si a uno le gusta. A mí me gusta –dijo Parkhill.
Y entretanto se iba formando un terremoto en el suelo y en el aire, que Parkhill decidió ignorar.
–Usted se va, naturalmente –dijo, como si no pasara nada malo–. Yo sabía que iba a ocurrir. ¿Por qué?
–¿Por qué? –Wilder giró como una libélula en un estremecido viento de tormenta. Sacudido hacia arriba, hacia abajo, lanzaba sus palabras a Parkhill que no las esquivaba, y sonreía, aceptándolas–. Santo Dios, Sam, ese sitio es el infierno. Los marcianos han sido bastante sensatos como para Irse. Vieron que se les había ido la mano. ¡La Ciudad maldita lo hace todo, es decir, dema­siado! ¡Sam!
Pero en ese instante, los dos miraron alrededor y arri­ba. El cielo se iba cubriendo con un caparazón. Como flores inmensas, las cúspides de los edificios se cubrían de pétalos. Las ventanas se cerraban. Se oían portazos. En las calles rebotaba el ruido de los cañones.
La puerta se cerraba con un trueno.
Las mandíbulas gemelas de la puerta se movían estre­meciéndose.
Wilder dio un grito, giró en redondo y bajó.
Oyó debajo a la criada, y vio que le tendía los brazos. Entonces, en picada, la alcanzó. Pateó el aire. El jet los levantó a los dos.
Como una bala que va hacia el blanco, Wilder aceleró hacia la Puerta. Pero un instante antes de llegar allí las Puertas se juntaron ruidosamente. Wilder apenas alcanzó a cambiar de dirección, subiendo a lo largo del metal mientras toda la ciudad se sacudía con el rugido del acero.
Parkhill gritaba desde abajo. Y Wilder volaba hacia arriba, a lo largo de la pared, buscando por todos lados.
El cielo se iba cerrando aquí y allá. Los pétalos baja­ban, bajaban. Sólo quedaba un pequeño fragmento de cielo pétreo, a la derecha. Allí fue Wilder, como una exhalación. Y dando puntapiés, pasó al otro lado, volan­do, mientras la última plancha de acero volvía a su sitio, y la Ciudad quedaba encerrada en sí misma.
Wilder quedó un momento suspendido en el aire, y luego bajó a lo largo de la pared exterior hacia el muelle donde estaba Aaronson, junto al yate, contemplando las enormes Puertas cerradas.
–Parkhill –murmuró Wilder, mirando la Ciudad, las paredes, las Puertas–. Loco. Maldito loco.
–Locos, todos ellos –dijo Aaronson y se apartó–. Locos. Locos.
Esperaron un momento más y escucharon la Ciudad que zumbaba, viviente, encerrada en sí misma, la boca inmensa llena de unos pocos trozos de calor, unas pocas personas perdidas y ocultas allí en alguna parte. Las Puertas permanecerían cerradas ahora, para siempre. La Ciudad tenía lo necesario para seguir un largo tiempo.
Wilder se volvió a mirar el lugar, mientras el yate los llevaba de vuelta fuera de la montaña, canal arriba.
Un kilómetro más adelante, pasaron junto al poeta que caminaba solo a la orilla del canal. Le hicieron señas para que subiera.
–No. No, gracias. Tengo ganas de caminar. Es un lindo día. Adiós. Sigan.
Las ciudades estaban adelante. Pequeñas ciudades, que eran gobernadas por hombres. Wilder oyó una música de cobres. Vio las luces de neón en la obscuridad. Reconoció los depósitos de chatarra en la noche nueva, bajo las estrellas.
Más allá de las ciudades estaban los cohetes plateados, altos, esperando que los dispararan hacia el desierto estrellado.
–Verdaderas –susurraban los cohetes–, cosas verda­deras. Verdaderos viajes. Verdadero tiempo. Verdadero espacio. Nada de regalos. Nada gratis. Mucho trabajo duro.
El yate llegó al desembarcadero.
–Cohetes, santo Dios –murmuró Wilder–. Esperen a que les ponga la mano encima.
Corrió en la noche, sólo para eso.

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