martes, 26 de mayo de 2015

el maravilloso traje de helado de crema

Era un crepúsculo de estío en la ciudad, y a la entrada del silencioso salón de billar tres jóvenes mexicanos aspiraban el aire tibio y observaban el mundo. A ratos hablaban y a ratos no decían nada, y miraban pasar los automóviles que se deslizaban como panteras negras por el asfalto caliente, o los trolleys que llegaban como una tormenta, sembrando rayos, y se perdían en silencio. 
—Ah —suspiró al fin Martínez. Era el más joven y el más sutilmente triste de los tres—. Es una noche maravillosa, ¿eh? Maravillosa. 
Miraba afuera, y el mundo se le acercaba, se alejaba, se acercaba otra vez. La gente pasaba a su lado y de pronto aparecía en la vereda de enfrente. Los edificios que se alzaban a cinco kilómetros de distancia se le venían encima, de pronto. Pero todo —la gente, los automóviles, los edificios— estaba casi siempre allá, en la frontera del mundo, intocable. En esa callada y calurosa noche de verano, Martínez tenía la cara fría. 
—En noches así uno desea… muchas cosas. 
—Desear —dijo el segundo hombre, Villanazul, un hombre que en su cuarto vociferaba libros pero que en la calle hablaba sólo en murmullos—, desear es el pasatiempo inútil de los desocupados. —¿Desocupados? —exclamó Vamenos, el barbudo—. ¡Óiganlo! ¡No tenemos trabajo ni dinero! 
—Así es —dijo Martínez—, y no tenemos amigos. 
—Cierto. —Villanazul echó una mirada a la plaza verde donde las palmeras oscilaban al suave viento nocturno—. ¿Sabes qué deseo yo? Quisiera ir a esa plaza y hablar entre los hombres de negocios que se reúnen ahí de noche y charlan de cosas serias. Pero con esta ropa, y pobre como soy, ¿quién me escucharía? Bueno, Martínez, nos tenemos a nosotros. La amistad de los pobres es amistad verdadera. Nosotros…
Pero en ese momento pasaba un mexicano joven y apuesto, de bigotito; colgada de cada uno de sus brazos reía una mujer.
—¡Madre mía! —Martínez se golpeó la frente—. ¿Con qué derecho tiene ése dos amigas? Lleva un traje blanco de verano, nuevo y elegante. —Vamenos se mascó la uña negra del pulgar
—. Parece un hombre listo.
Martínez se inclinó para observar a las tres personas que se alejaban y luego miró la casa de enfrente: una hermosa muchacha estaba asomada a una ventana del cuarto piso; el viento le agitaba
levemente la cabellera oscura. Había estado siempre allí, es decir, desde hacía seis semanas.
Martínez había meneado la cabeza, había alzado la mano, le había sonreído, guiñándole un ojo, y aun la había saludado con una reverencia, en la acera, en el portal, en el parque, en las calles. También ahora apartó la mano de la cintura y movió los dedos. Pero la hermosa joven se limitó a dejar que el viento le agitara el pelo oscuro. Martínez no existía. No era nada, nada.
—¡Madre mía!
Miró a la distancia, calle abajo, donde el hombre y sus dos amigas daban vuelta la esquina.
—¡Ay, si al menos uno tuviese un traje! ¡Si estuviese bien vestido, no necesitaría dinero!
—No sé si sugerirte —dijo Villanazul— que lo veas a Gómez. Desde hace un mes habla como loco de un traje nuevo. Yo le digo que sí para que me deje en paz. ¡Ese Gómez!
—Amigo —dijo una voz calmosa.
Todos se volvieron, perplejos.
—¡Gómez!
Sonriendo de un modo raro, Gómez sacó del bolsillo una cinta amarilla delgada e interminable que flotaba y ondulaba en la brisa estival.
—Gómez —preguntó Martínez—. ¿Qué haces con esa cinta métrica?
Gómez lo miró, radiante.
—Mido esqueletos de personas.
—¡Esqueletos!
—Aguarda. —Gómez miró de soslayo a Martínez—. ¡Caramba! ¿Dónde estuviste hasta ahora? Empezaré contigo.
Martínez dejó que le midieran y palparan los brazos y piernas, y le rodearan el pecho.
—¡Quieto! —dijo Gómez—. Brazo… perfecto. Pierna… pecho… ¡perfectos! ¡Aprobado! ¡Venga esa mano!
Estrujó la mano de Martínez. De pronto, se interrumpió.
—Aguarda. ¿Tienes… diez dólares?
—¡Yo tengo! —Vamenos sacudió unos billetes sucios—. ¡Mídeme, Gómez!
—Todo lo que me queda son nueve dólares con noventa—Martínez se vació los bolsillos—.¿Alcanza para un traje nuevo? ¿Y por qué?
—¿Por qué? Porque tienes el esqueleto que hace falta, por eso.
—Señor Gómez, yo apenas lo conozco…
—¿Apenas me conoces? ¡Vas a vivir conmigo! ¡Síganme!
Gómez se perdió en el salón de billar. Martínez, con el moderado Villanazul a la zaga, y empujado por un ansioso Vamenos, se encontró de pronto en el interior.
—¡Domínguez! —dijo Gómez.
Domínguez, junto a un teléfono de pared, los saludó con un guiño. Una voz femenina chillaba en el receptor.
—¡Manulo! —llamó Gómez.
Manulo dio media vuelta empinando una botella de vino.
Gómez señaló a Martínez:
—¡Nuestro quinto voluntario!
—Tengo una cita, no me molestes —dijo Domínguez, pero se interrumpió y el receptor se le escurrió de entre los dedos.
La libretita negra de nombres hermosos y de números volvió rápidamente al bolsillo.
—Gómez, ¿quiere decir que…?
—¡Sí, sí! ¡Tu dinero ahora! ¡Ándale!
La voz de la mujer siseaba todavía en el oscilante receptor.
Domínguez le echó una mirada inquieta.
Manulo examinó la botella vacía que tenía en la mano y el letrero luminoso del bar de enfrente.
De mala gana, los dos hombres depositaron diez dólares sobre el tapete verde del billar.
Villanazul, sorprendido, hizo lo mismo, y también Gómez, dándole un codazo a Martínez.
Martínez contó otra vez sus arrugados billetes y sus níqueles. Gómez blandió los billetes como una escalera real.
—¡Cincuenta dólares! ¡El traje cuesta sesenta! ¡Nos faltan sólo diez dólares!
—Espera —dijo Martínez—. Gómez, ¿sólo un traje? ¿Uno?
—¡Uno! —Gómez levantó un dedo—. Un maravilloso traje blanco de color de helado de crema. ¡Blanco, blanco como la luna de agosto! Pero ¿quién será el dueño de ese único traje?
—¡Yo! —dijo Manulo.
—¡Yo! —dijo Domínguez.
—¡Yo! —dijo Villanazul.
—¡Yo! —exclamó Gómez—. ¡Y tú, Martínez! ¡Vamos, hombres, adelante! ¡En fila!
Villanazul, Manulo, Domínguez y Gómez corrieron a plantar sus espaldas contra la pared del salón de billar.
—¡Martínez, tú también, del otro lado, a la fila! ¡Y ahora, Vamenos, pon el taco de billar por encima de nuestras cabezas!
—¡Bueno, Gómez, bueno!
Martínez, en la fila, sintió sobre la cabeza el roce del taco de billar y se inclinó para ver.
—¡Ah! —susurró.
Vamenos, sonriendo, deslizó el taco sobre las cinco cabezas. El taco se movió en una línea horizontal, sin subidas ni bajadas.
—¡Todos tenemos la misma estatura! —dijo Martínez.
—¡Exactamente!
Los hombres se rieron.
Gómez corrió por la fila, tocando a los hombres aquí y allá con la cinta métrica amarilla, y todos rieron a carcajadas.
—¡Claro! —dijo Gómez—. Tardé un mes, cuatro semanas, en encontrar a cuatro de mi estatura y mi forma, un mes entero corriendo de un lado a otro, midiendo. A veces, es claro, encontraba esqueletos de un metro setenta, pero tenían demasiada carne sobre los huesos, o poca. Los huesos de las piernas eran demasiado largos, o los de los brazos demasiado cortos. ¡Diantre, cuántos huesos! ¡Realmente! Pero ahora somos cinco, con hombros, pechos, cinturas y brazos iguales, y en cuanto al peso… ¡Soldados!
Manulo, Domínguez, Villanazul, Gómez y por último Martínez subieron a la balanza que echaba cartoncitos impresos, mientras Vamenos, sonriendo siempre, alimentaba la balanza con monedas.
Martínez, emocionado, leyó las tarjetas:
—Setenta y cinco kilos… setenta y seis… setenta y cuatro y medio… setenta y cuatro… setenta y siete… un milagro.
—No —dijo sencillamente Villanazul—. Gómez.
Todos le sonrieron a aquel genio que ahora los abrazaba.
—¿No es fantástico? —preguntó—. Todos la misma estatura, todos el mismo sueño: el traje. Ahora sí que estaremos elegantes al menos una noche por semana, ¿eh?
—Hace años que no estoy elegante —dijo Martínez—. Las muchachas se escapan.
—No se escaparán más —dijo Gómez—. Se quedarán pasmadas cuando te vean con el traje blanco de helado de crema.
—Gómez —dijo Villanazul—. Una sola pregunta.
—Es claro, compadre.
—Cuando tengamos ese lindo traje blanco de helado de crema, ¿no te lo pondrás una noche y te tomarás el ómnibus y te irás a vivir a El Paso todo un año, no es cierto?
—Villanazul, Villanazul, ¿cómo se te ocurre?
—Mis ojos ven y mi lengua se mueve —dijo Villanazul—. ¿Qué pasó con las tómbolas Todo el mundo gana que tú organizabas y donde no ganaba nadie? ¿Y con la campaña aquella de carne y frijoles en conserva? Al fin te quedaste debiendo el alquiler de una oficina de dos por cuatro.
—Errores de un niño que ha crecido —dijo Gómez—. ¡Basta! Hace tanto calor que alguien puede adelantarse y comprar ese traje. ¡Está hecho para nosotros y nos espera a todos en el escaparate de
Sastrerías La Luz del Sol, del señor Shumway! Tenemos cincuenta dólares. Sólo nos falta un esqueleto.
Martínez vio que los hombres escudriñaban la sala de billar, y miró también, salteándose a Vamenos, y volviendo luego de mala gana, a examinar la camisa sucia, y los dedos manchados de nicotina.
—¡Yo! —Estalló al fin Vamenos—. Mi esqueleto, mídelo. Sí, tengo las manos y los brazos demasiado grandes de tanto cavar zanjas, pero…
En ese instante Martínez oyó afuera la risa del hombre de antes, del hombre terrible de las dos muchachas.
En el salón de billares la angustia se movió como la sombra de una nube de verano sobre los rostros de los otros hombres.
Vamenos subió lentamente a la balanza y puso una moneda. Cerrando los ojos musitó una oración:
—Madre mía, te ruego…
La balanza rechinó y arrojó el cartoncito. Vamenos abrió los ojos.
—¡Miren! ¡Setenta y cinco kilos! ¡Otro milagro!
Los hombres miraron la mano derecha de Vamenos y la tarjeta; y la izquierda y el sucio billete de diez dólares.
Gómez se tambaleó, traspirando, se enjugó los labios. Enseguida, de un manotazo, tomó el dinero.
—¡A la sastrería! ¡El traje! ¡Vamos!
Gritando, todos se precipitaron fuera del salón.
La voz de la mujer chirriaba aún en el teléfono abandonado. Martínez, rezagado, extendió la mano y cortó la voz. En el silencio, meneó la cabeza.
—¡Dios, qué sueño! Seis hombres —dijo—, ¡un traje! ¿Qué saldrá de todo esto? ¿Locura? ¿Libertinaje? ¿Crimen? Pero yo soy hombre de Dios. ¡Gómez, espérame!
Martínez era joven y echó a correr.

El señor Shumway, de Sastrerías La Luz del Sol, que armaba en ese momento una percha para corbatas, hizo una pausa a la entrada de la tienda. Algo había cambiado en el aire de la calle.
—Leo —le murmuró al ayudante—. Mira…
Un hombre, Gómez, pasó frente a la puerta, espiando hacia adentro. Dos hombres más, Manulo y Domínguez, corrieron detrás, vueltos también hacia la tienda. Y luego otros tres, Villanazul, Martínez
y Vamenos, miraron adelantando los hombros.
El señor Shumway tragó saliva.
—Leo —dijo—, llama a la policía.
De pronto, seis hombres en la puerta.
Apretujado entre los otros, sintiendo un nudo en el estómago, y fiebre en la cara, Martínez miró a Leo con una sonrisa desencajada. Leo soltó el teléfono.
—Miren —musitó Martínez, con los ojos muy abiertos—. Qué traje magnífico.
—No —Manulo acarició una solapa—. ¡Éste!
—¡Hay un solo traje en el mundo! —dijo Gómez fríamente—. Señor Shumway, el traje blanco crema, talle treinta y cuatro. Estaba en la vidriera hace apenas una hora. No me diga que lo vendió…
—¿Si lo vendí? —suspiró el señor Shumway—. No, no, en el probador. Está todavía en el maniquí.
Martínez no supo si se movió arrastrando a los demás o si los otros se movieron arrastrándolo a él. De pronto se movieron todos.
El señor Shumway, corriendo de un lado a otro, trató de adelantarse a los hombres.
—Por aquí, caballeros. ¿Quién de ustedes?…
—¡Todos para uno, uno para todos! —se oyó decir Martínez, y se echó a reír—. ¡Lo probaremos todos¡
-¿Todos?
El señor Shumway se aferró al cortinado de la cabina, sintiendo que la tienda se inclinaba como un barco en la cresta de una ola.
Miró a los hombres.
Eso es, pensó Martínez, mire nuestras sonrisas. Ahora, mire los esqueletos detrás de las sonrisas. Mida aquí, allí, arriba, abajo, sí, ¿ve usted?
El señor Shumway vio. Asintió en silencio. Se encogió de hombros.
—¡Todos! —Corrió el cortinado—. Aquí está. Si lo llevan, les regalo el maniquí.
Martínez espió el interior de la cabina, y los otros espiaron también.
Allí estaba el traje.
Y era blanco, blanquísimo.
Martínez no podía respirar. No quería respirar. No era necesario. Tenía miedo de que el aliento fundiera el traje. Bastaba mirarlo.
Al fin, sin embargo, lanzó un profundo suspiro tembloroso y exclamó, en un murmullo:
—¡Ay, ay, caramba!
—Se me van los ojos —balbuceó Gómez.
—Señor Shumway. —Martínez oyó el susurro de Leo—. Vender el traje, ¿no será acaso un precedente peligroso? Quiero decir, ¿qué pasaría si todos compraran un solo traje para seis personas?
—Leo —dijo el señor Shumway—, ¿un solo traje de cincuenta y nueve dólares y tantas personas felices a la vez? ¿Oíste eso antes?
—Alas de ángeles —murmuró Martínez—. Alas de ángeles blancos.
Martínez notó que el señor Shumway miraba por encima del hombro al interior de la cabina. La luz pálida se le reflejaba en los ojos.
—¿Sabes una cosa, Leo? —dijo respetuosamente—. Esto es más que un traje, ¡es todo un cortejo!

Silbando, gritando, Gómez corrió hasta el descanso del tercer piso y se volvió a saludar a los demás que se tambaleaban y se reían, y tuvieron que sentarse en los peldaños.
—Esta noche —exclamó Gómez—. Esta noche se mudan todos conmigo, ¿eh? Así ahorraremos en alquiler y en ropas, ¿eh? Claro. Martínez, ¿tienes el traje?
—¿Si lo tengo?
Martínez alzó la caja envuelta en papel blanco.
—¡De nosotros, para nosotros! ¡Ay, ay!
—Vamenos, ¿tienes el maniquí?
—¡Aquí está!
Vamenos, mascando un viejo cigarro, esparciendo chispas, tropezó. El maniquí se le resbaló de las manos, se volvió, dio dos vueltas, y cayó escaleras abajo.
—¡Vamenos! ¡Idiota! ¡Torpe!
Le arrebataron el maniquí. Sorprendido, Vamenos miró alrededor como si hubiese perdido algo.
Manulo chasqueó los dedos.
—¡Eh, Vamenos! ¡Tenemos que festejarlo! ¡Trae un poco de vino!
Vamenos se lanzó escaleras abajo, en un torbellino de chispas.
Los otros entraron en el cuarto con el traje. Martínez se quedó en el pasillo, escudriñando el rostro de Gómez.
—Gómez, pareces enfermo.
—Lo estoy —dijo Gómez—. ¿Pues, qué he hecho? —Señaló con la cabeza las sombras que se movían en el cuarto alrededor del maniquí—. Elijo a Domínguez, un demonio con las mujeres.
Bueno. Elijo a Manulo, que bebe, sí, pero que canta como una muchacha, ¿eh? Bueno. Villanazul lee libros. Tú, tú te lavas las orejas. ¿Y qué hago después? ¿Puedo esperar? ¡No! ¡Necesito comprar el traje! Y entonces, el último hombre que elijo es un maldito imbécil que tiene derecho a usar mi traje.—Se detuvo, confuso—. Que va a usar nuestro traje una noche por semana, que se caerá o se meterá bajo la lluvia con el traje puesto. ¿Por qué, por qué, por qué lo hice?
—Gómez —murmuró desde la pieza Villanazul—. El traje está listo. Ven y mira. Alumbra tanto como tu lámpara.
Gómez y Martínez entraron en la habitación.
Allí, sobre el maniquí, en el centro del cuarto, estaba el fantasma fosforescente, de milagrosas llamas blancas, de solapas increíbles, corte perfecto, ojales nítidos. Allí, de pie, con las mejillas
iluminadas por el resplandor blanco del traje, Martínez sintió de pronto que estaba en la iglesia.
¡Blanco! ¡Blanquísimo! Era tan blanco como el más blanco de los helados de vainilla, como las botellas de leche en los pasillos del alba. Blanco como una nube de invierno a la luz de la luna.
Viéndolo, en esa noche de verano, en la habitación caldeada, la respiración de todos era casi visible.
Cerró los ojos, y vio el traje grabado en los párpados. Supo de qué color serían sus sueños esa noche.
—Blanco… —murmuró Villanazul—. Blanco como la nieve en la cumbre de la montaña del pueblo, la montaña que llaman La Durmiente.
—Dilo otra vez —dijo Gómez.
Villanazul, orgulloso pero humilde, repitió feliz el tributo.
—… blanco como la nieve de la montaña…
—¡Estoy de vuelta!
Los hombres sorprendidos, se volvieron rápidamente. Vamenos estaba en la puerta, con botellas de vino en las manos.
—¡Una fiesta! ¡Y aquí! Ahora, dínos, Gómez, ¿quién será el primero en ponerse el traje, esta noche? ¿Yo?
—¡Es demasiado tarde! —dijo Gómez.
—¡Tarde! ¡Si sólo son las nueve y cuarto!
—¿Tarde? —repitieron los demás, boquiabiertos. Gómez se apartó de los hombres que miraban el traje y se acercó a la ventana.
Después de todo, pensó Martínez, la noche era, afuera y abajo, una hermosa noche de sábado de un mes de verano, y en la oscuridad serena y cálida las mujeres flotaban como flores en un río
sereno. Los hombres murmuraron, quejándose.
—Gómez, una idea. —Villanazul chupó el lápiz y dibujó en un cuaderno—. Tú usarás el traje de nueve y media a diez, Manulo hasta las diez y media, Domínguez hasta las once, yo hasta las once y media, Martínez hasta medianoche y…
—¿Por qué yo el último? —preguntó Vamenos, enfurruñado.
Martínez pensó rápidamente y sonrió.
—Amigo, después de medianoche es la mejor hora.
—Ajá —dijo Vamenos—, es cierto. No lo había pensado. Magnífico.
Gómez suspiró.
—Muy bien. Media hora cada uno. Pero de ahora en adelante, recuérdenlo, cada uno de nosotros usará el traje una vez por semana. Los domingos, tiraremos suertes a ver quién usa el traje una noche
más.
—¡Yo! —rió Vamenos—. ¡Yo tengo suerte!
Gómez se aferró con fuerza a Martínez.
—Gómez —dijo Martínez—, tú primero. Vístete.
Gómez no podía apartar los ojos del desacreditado Vamenos. Al fin, impulsivamente, se sacó la camisa de un tirón, por encima de la cabeza.
—Ay —gimió—. Ay, ay, ay…
Un susurro de tela almidonada… la camisa limpia.
—¡Ay! …
Qué limpias se sentían las ropas nuevas, pensó Martínez, alcanzándole la chaqueta. Sonaban a limpio, olían a limpio.
Un susurro… los pantalones… la corbata, un susurro… los tiradores. Un susurro… y Martínez suelta la chaqueta, que cae sobre los hombros.
—¡Olé!
Gómez se volvió como un matador en magnífico traje de luces.
—¡Olé, Gómez, olé!
Gómez hizo una reverencia y dejó el cuarto.
Martínez clavó los ojos en el reloj. A las diez en punto oyó que alguien andaba por el pasillo como si se hubiese olvidado a dónde debía ir. Martínez abrió la puerta y miró.
Allí estaba Gómez, extraviado.
Parece enfermo, pensó Martínez. No, azorado, sorprendido, conmovido, muchas cosas a la vez.
—Gómez, es aquí.
Gómez se volvió y entró.
—Oh, amigos, amigos —dijo. ¡Amigos, qué experiencia! ¡Este traje! ¡Este traje!
—¡Cuéntanos, Gómez! —dijo Martínez.
—¡No puedo, cómo podría decirlo!
Alzó los ojos al cielo, con los brazos abiertos, las palmas extendidas.
—Cuéntanos, Gómez.
—No tengo palabras, no tengo palabras. Ya lo verás, tú mismo. Sí, tienes que ver…
Gómez calló un rato meneando la cabeza. Al fin recordó que todos estaban allí, mirándolo.
—¿Quién es el próximo? ¿Manulo?
Manulo, que estaba en calzoncillos, saltó al frente: —¡Listo!
Todos se reían, gritaban, silbaban.
Manulo, vestido, fue hacia la puerta. Estuvo ausente veintinueve minutos y treinta segundos. Entró tomándose del picaporte, tocando las paredes, palpándose los codos, palmeándose las mejillas.
—¡Oh, dejen que les cuente! —exclamó—. Compadres, fui al bar, saben, a tomar un trago. Pero no, no entré en el bar, ¿me oyen? No bebí. Porque cuando salí de aquí empecé a reírme y a cantar.
¿Por qué, por qué? Yo me escuchaba y me preguntaba: ¿por qué? El traje me hacía sentir mejor que el vino. El traje me emborrachó, me emborrachó. Entonces fui a la Refritería Guadalajara y toqué la
guitarra, ¡y canté cuatro canciones! ¡El traje, ah, el traje!
Domínguez, el próximo, salió al mundo y regresó del mundo.
¡La libretita negra de teléfonos!, pensó Martínez. ¡La tenía en la mano cuando se fue! ¡Ahora, vuelve con las manos vacías! ¿Qué? ¿Qué?
—Yo iba por la calle —dijo Domínguez, abriendo los ojos y viéndolo todo otra vez—, iba por la calle y una mujer me llamó. «¿Domínguez, eres tú?». Otra dijo: «¿Domínguez? No, Quetzalcoatl, el Gran Dios Blanco que viene de Oriente», ¿lo oyen? Y de pronto no quise ir con seis mujeres ni con ocho, no. Una, pensé. ¡Una! Y a ésa, ¿quién adivina lo que le dije? «Quiero que seas mía. ¡Cásate conmigo!» ¡Caramba! Este traje es peligroso. ¡Pero no importa! ¡Estoy vivo, vivo! Gómez, ¿te pasó a ti lo mismo?
Gómez, todavía confundido por los sucesos de la noche, sacudió la cabeza.
—No, no puedo hablar. Es demasiado. Más tarde. ¿Villanazul…?
Villanazul, tímidamente, se adelantó.
Villanazul, tímidamente, salió del cuarto.
Villanazul, tímidamente, regresó.
—Imagínense —dijo sin mirarlos, mirando el piso, hablándole al piso—. La Plaza Verde, un grupo de comerciantes maduros, reunidos bajo las estrellas, que hablan, asienten, hablan. Ahora, uno de ellos murmura. Todos se vuelven y miran. Se apartan, y una luz incandescente y blanca se abre camino quemando el hielo con sus rayos. En el centro de la luz, esta persona. Tomo aliento. Me tiembla el estómago como una gelatina. Apenas me sale la voz al principio, pero luego hablo, firmemente. ¿Y qué digo? Digo: «Amigos, ¿conocen el Sartor Resartus de Carlyle? En ese libro se explica la Filosofía del Traje…»
Por fin, le llegó el turno a Martínez, y el traje lo llevó flotando a la oscuridad.
Dio cuatro vueltas a la manzana. Se detuvo cuatro veces bajo los porches del inquilinato, y miró hacia arriba, a la ventana donde estaba encendida la luz; una sombra se movía, la hermosa joven
estaba allí, no estaba allí, había desaparecido, y a la quinta vez estaba en el porche de arriba, arrastrada por el calor estival, respirando el aire más fresco. Miró rápidamente hacia abajo. Movió la mano.
Al principio, Martínez pensó que ella le hacía señas. Se sintió como una explosión blanca que había encandilado a la joven. Pero ella no le hacía señas. Seguía moviendo la mano, y un instante después un par de anteojos de aros oscuros se le posó sobre la nariz. Luego miró a Martínez.
Ajá, pensó Martínez, ¡era eso! Bueno. Hasta un ciego tiene que ver este traje. La miró y sonrió.
No tenía por qué hacerle señas. Al fin ella le sonrió también. Luego, como Martínez no sabía qué otra cosa hacer, y como no podía desembarazarse de la sonrisa que se le había prendido a las mejillas, se abalanzó, casi a la carrera, y llegó a la esquina, sintiendo detrás los ojos de la joven. Cuando miró otra vez, la muchacha se había quitado los lentes y observaba ahora con una mirada miope lo que no podía ser para ella más que una móvil burbuja de luz en plena oscuridad. Y entonces, por si acaso, Martínez dio otra vuelta a la manzana, en una ciudad que de pronto era tan hermosa que uno tenía ganas de llorar, de reír, y de llorar otra vez.
Regresó, distraído, entornando los ojos; y viéndolo en la puerta, los otros no reconocieron a Martínez. Se vieron a ellos mismos volviendo. En aquel momento, sintieron que algo les había pasado a todos.
—¡Llegas atrasado! —gritó Vamenos, pero se interrumpió.
Nadie podía romper el encanto.
—Que alguien me lo diga —pidió Martínez—. ¿Quién soy?
Lentamente, caminó por la habitación.
Sí, pensó, sí, es el traje, sí, tenía que ser el traje y todos ellos reunidos en aquella sastrería en la hermosa noche de sábado, y luego aquí, riéndose y sintiéndose borrachos sin haber bebido, como lo había dicho el mismo Manulo, a medida que pasaba la noche y cada uno se deslizaba en los pantalones y se apoyaba, balanceándose, en los otros, y la felicidad crecía y era más cálida y más hermosa mientras los hombres iban saliendo y el próximo tomaba su sitio en el traje hasta que ahora allí estaba Martínez, espléndido y blanco como alguien que da órdenes, calla y se aparta.
—Martínez, nos prestaron tres espejos mientras estabas afuera. ¡Mira!
Los espejos reflejaban tres Martínez y los ecos y memorias de quienes se habían puesto el traje, y habían conocido el mundo brillante dentro de la tela. Ahora, en los espejos relucientes, Martínez vio la enormidad de esa cosa que todos estaban viviendo, y se le humedecieron los ojos. Los otros parpadeaban. Martínez tocó los espejos. Los espejos se movieron. Vio entonces un millar, un millón de Martínez vestidos con armaduras blancas que marchaban hacia la eternidad, reflejados, una y otra vez, para siempre, indomables, e infinitos.
Martínez sostuvo en el aire la chaqueta blanca. Los demás, en éxtasis, no reconocieron en el primer momento la mano sucia que se tendió a tomar la chaqueta. En seguida:
—¡Vamenos!
—¡Cochino!
—¡No te lavaste! —gritó Gómez—. ¡Ni siquiera te afeitaste, mientras esperabas! ¡Compadre, el baño!
-¡El baño! —dijeron todos.
—¡No! —Vamenos se sacudió—. ¡El aire de la noche! ¡Me muero!
A empellones, gritando, lo arrastraron por el pasillo.
Y allí estaba Vamenos, afeitado, peinado, con las uñas limpias, increíble en el traje blanco.
Los otros lo miraban hoscamente, con el ceño fruncido.
¿No era verdad, acaso, pensó Martínez, que cuando Vamenos iba de un lado a otro, los torrentes se movían en los montes? Si pasaba por debajo de las ventanas, la gente escupía, arrojaba basura, o algo peor. Y ahora esta noche, esta misma noche, se pasearía bajo diez mil ventanas abiertas de par en par, junto a los balcones, por las alamedas. De pronto, el mundo era sólo un zumbido de moscas.
Y aquí estaba Vamenos, una torta de cumpleaños recién decorada.
—Se te ve bien con ese traje, Vamenos —dijo Manulo tristemente.
—Gracias.
Vamenos se movió, acomodando el esqueleto allí donde acababan de estar todos los otros esqueletos.
—¿Puedo marcharme ahora? —preguntó en voz baja.
—¡Villanazul! —dijo Gómez—. Copia estos reglamentos.
Villanazul lamió la punta del lápiz.
—Primero —dijo Gómez—, ¡no te caigas con ese traje, Vamenos!
—No me caeré.
—No te apoyes en las paredes con ese traje.
—No me apoyaré.
—No camines debajo de los árboles donde haya pájaros con ese traje. No fumes. No bebas…
—Por favor, ¿puedo sentarme con este traje?
—En la duda, quítate los pantalones y dóblalos bien sobre una silla.
—Deséenme buena suerte —dijo Vamenos.
—Ve con Dios, Vamenos.
Vamenos salió y cerró la puerta.
El sonido de una tela que se desgarra.
—¡Vamenos! —gritó Martínez.
Abrió rápidamente la puerta.
Vamenos estaba allí, con la mitad de un pañuelo en cada mano.
—¡Rrrip! —rió—. ¡Mírense las caras! ¡Rrrip! —Desgarró otra vez el pañuelo—. ¡Oh, qué caras, qué caras! ¡Ja!
Riéndose a carcajadas, Vamenos dio un portazo, dejándolos perplejos y solos.
Gómez se tomó la cabeza con las manos y dio media vuelta.
—Lapídenme, mátenme. ¡He vendido nuestras almas a un demonio!
Villanazul buscó en el bolsillo, sacó una moneda de plata y la estudió un buen rato.
—Mis últimos cincuenta centavos. ¿Quién me ayudará a comprar la parte de Vamenos en el traje?
—Es inútil. —Manulo le mostró diez centavos—. Apenas nos alcanza para comprar las solapas y los ojales.
Gómez, junto a la ventana abierta, se asomó y gritó:
—¡Vamenos, no!
Abajo, en la calle, Vamenos, sorprendido, sopló un fósforo y arrojó a lo lejos una vieja colilla de cigarro que había encontrado en alguna parte. Hizo un gesto extraño a todos los hombres de la ventana, saludó con la mano, y se alejó lentamente.
De algún modo, los cinco hombres no podían apartarse de la ventana.
—Apuesto a que se come una salchicha con ese traje —musitó Villanazul—. Pienso en la mostaza.
—¡No! —gritó Gómez—. ¡No, no!
Manulo estuvo de pronto en la puerta.
—Necesito un trago.
—Manulo, aquí hay vino, en esa botella que está en el piso.
Manulo salió y cerró la puerta.
Un momento después Villanazul se estiró con actitud afectada y empezó a pasearse por el cuarto.
—Creo que iré a dar una vuelta por la plaza.
Apenas un minuto después, Domínguez, sacudiendo su libreta negra frente a los demás, parpadeó y tomó el picaporte.
—Domínguez —dijo Gómez.
—¿Sí?
—Si ves a Vamenos, por casualidad —dijo Gómez—, trata de alejarlo del café El Gallo Rojo de Mickey Murillo. Allí las riñas no sólo se ven en la TV, sino también frente a la TV.
—No irá a lo de Murillo —dijo Domínguez—. Ese traje significa mucho para Vamenos. No hará nada que pueda estropearlo.
—Antes mataría a su madre —dijo Martínez—. Claro que sí.
Martínez y Gómez, solos ahora, oyeron que Domínguez bajaba rápidamente las escaleras.
Dieron vueltas alrededor del maniquí desnudo.
Durante largo rato, mordiéndose los labios, Gómez se quedó en la ventana, mirando hacia la calle. Se tocó dos veces el bolsillo de la camisa, y retiró la mano. Al fin sacó algo del bolsillo. Sin mirarlo se lo tendió a Martínez.
—Martínez, toma.
—¿Qué es?
Martínez miró el papel rosado con nombres y números impresos.
—¡Un pasaje en ómnibus para El Paso, de aquí a tres semanas!
Gómez asintió. No podía mirar a Martínez. Tenía los ojos fijos en la noche de estío.
—Devuélvelo. Consigue el dinero —dijo—. Cómpranos un lindo sombrero panamá blanco y una corbata celeste que haga juego con el traje blanco de crema helada. Sí, Martínez.
—Gómez…
—Cállate. ¡Chico, hace calor aquí! Necesito aire.
—Gómez. Estoy emocionado. Gómez…
La puerta estaba abierta. Gómez se había ido.

El café y coctelería El Gallo Rojo, aplastado entre dos enormes edificios de ladrillos, era estrecho y largo. Afuera se encendían y apagaban unas serpientes de neón, rojas, verdes y sulfurosas.
Adentro, unas formas vagas giraban y flotaban perdiéndose en un mar nocturno y pululante.
La pintura roja de la ventana tenía partes descascaradas. Martínez se acercó y espió.
Sintió a la izquierda una presencia, oyó una respiración a la derecha. Miró a un lado y a otro.
—¡Manulo! ¡Villanazul!
—No tenía sed —dijo Manulo—. De modo que di un paseo.
—Yo iba a la plaza —dijo Villanazul—, y decidí dar una vuelta.
Como de común acuerdo, los tres hombres callaron y se volvieron hacia la ventana descascarada.
Un momento después, los tres sintieron detrás una nueva presencia cálida, y oyeron una respiración todavía más anhelante.
—¿Está ahí nuestro traje blanco? —preguntó la voz de Gómez.
—¡Gómez! —dijeron todos, sorprendidos.
—¡Sí! —gritó Domínguez, que acababa de llegar y miraba también—. ¡Ahí está el traje! Y, alabado sea Dios, Vamenos está todavía adentro.
—¡No lo veo! —bizqueó Gómez, protegiéndose los ojos—. ¿Qué hace?
Martínez espió. ¡Sí! Allí, en el fondo, en la sombra, brillaba un copo de nieve, y la sonrisa idiota de Vamenos caracoleaba en lo alto, envuelta en humo.
—¡Está fumando! —dijo Martínez.
—¡Está bebiendo! —dijo Domínguez.
—Está comiendo un taco —informó Villanazul.
—Un taco jugoso —añadió Manulo.
—No —dijo Gómez—. No, no, no…
—Ruby Escuadrillo está con él.
Gómez empujó a un lado a Martínez.
—¡Déjenme ver!
¡Sí, allí estaba Ruby! Cien kilos de cequíes resplandecientes y seda negra en movimiento, y unas uñas escarlatas que aferraban el hombro de Vamenos. La cara bovina, cubierta de polvo, grasienta de lápiz de labios, se cernía sobre Vamenos.
—Ese hipopótamo —dijo Domínguez—. Está aplastando las hombreras. Miren, se le va a sentar en las rodillas.
—¡No, no, no con todo ese polvo y esa pintura! —dijo Gómez—. ¡Manulo, adentro! ¡Quítale esa copa! Villanazul, ¡el cigarro, el taco! ¡Domínguez, llévate a Ruby Escuadrillo, sácala de ahí! ¡Ándale, hombre!
Los tres desaparecieron, y Gómez y Martínez se quedaron boqueando, espiando por la mirilla.
—¡Manulo alza la copa, y se la bebe!
—¡Ay! ¡Y allí está Villanazul! ¡Le quitó el cigarro, y se come el taco!
—Eh, mira, Domínguez. Se lleva a Ruby. ¡Qué valiente!
Una sombra se deslizó rápidamente y bloqueó un instante la puerta del café de Murillo.
—¡Gómez! —Martínez apretó el brazo de Gómez—. Es Toro Ruiz, el amigo de Ruby Escuadrillo. Si la encuentra con Vamenos, el traje de crema helada quedará cubierto de sangre, cubierto de sangre…
—No me pongas nervioso —dijo Gómez—. Pronto.
Los dos corrieron. Alcanzaron a Vamenos en el instante en que Toro Ruiz se detenía a cincuenta centímetros de las solapas del maravilloso traje de crema helada.
—¡Afuera, Vamenos! —dijo Martínez.
—¡Afuera el traje! —corrigió Gómez.
Toro Ruiz, cercando a Vamenos, miró de soslayo a los dos intrusos.
Villanazul avanzó tímidamente.
Villanazul sonrió.
—No le pegues a él. Pégame a mí.
Toro Ruiz golpeó a Villanazul directamente en la nariz.
Villanazul se alejó, apretándose la nariz, y lagrimeando.
Gómez tomó a Toro Ruiz por un brazo, Martínez por el otro.
—Suéltalo, déjalo, ¡cabrón, coyote, vaca!
Toro Ruiz retorció la tela de helado de crema, y los seis hombres sintieron una angustia mortal, y gritaron. Blasfemando, sudando, Toro Ruiz se desembarazó de todos. Cuando iba a golpear a Vamenos, Villanazul apareció otra vez, con lágrimas en los ojos.
—No le pegues, Toro. Pégame a mí.
Toro Ruiz golpeó a Villanazul en la nariz, y una silla se rompió sobre la cabeza de Toro.
—¡Ay! —dijo Gómez.
Toro Ruiz parpadeó, se tambaleó, como decidiendo si caería a la izquierda o a la derecha.
Arrastró a Vamenos.
—¡Suelta! —gritó Gómez—. ¡Suelta!
Los hombres, con mucho cuidado, apartaron del traje los dedos de banana de Toro Ruiz. Un momento después, Toro Ruiz yacía en el piso.
—¡Compadres, por aquí!
Salieron a la calle y Vamenos se libró de las manos de los otros, con aire de dignidad ofendida.
—Bueno, bueno. Todavía no venció el plazo. Me quedan dos minutos y, a ver… diez segundos.
—¡Cómo! —dijeron todos.
—Vamenos —dijo Gómez—, ¿dejas que una vaca de Guadalajara se te suba encima, te peleas, fumas, bebes, comes tacos, y aun dices que tu tiempo no pasó todavía?
—Me quedan dos minutos y un segundo.
Una voz femenina llamó desde el extremo de la calle. —¡Eh, Vamenos, qué guapo estás!
Vamenos sonrió y se abotonó el saco.
—¡Es Ramona Álvarez! ¡Ramona, espera!
Vamenos se dispuso a cruzar la calle.
—Vamenos —suplicó Gómez—. ¿Qué puedes hacer en un minuto y —miró el reloj— cuarenta segundos?
—¡Ya verás! ¡Eh, Ramona!
Vamenos galopó.
—Vamenos, cuidado.
Vamenos, sorprendido, dio media vuelta, vio un coche, oyó el chirrido de los frenos.
—No —dijeron los cinco hombres en la vereda.
Martínez oyó el impacto y trastabilló. Alzó la cabeza. Parece ropa blanca, pensó, que vuela por el aire. Bajó la cabeza.
Ahora se oía a sí mismo y a cada uno de los hombres: todos emitían un sonido distinto. Algunos tragaban demasiado aire. Otros lo dejaban salir. Algunos se ahogaban. Otros mascullaban. Algunos clamaban justicia. Algunos se cubrían las caras. Martínez sintió una angustia en el corazón. No podía dar un paso.
—No quiero vivir —dijo Gómez en voz baja—. Mátame tú, cualquiera.
Martínez miró hacia abajo y les ordenó a sus pies que caminaran, arrastrándose, uno detrás de otro. Tropezó con los demás, que trataban de correr. Corrieron al fin y de algún modo vadearon una calle que era como un río profundo y miraron el cuerpo de Vamenos.
—¡Vamenos! —dijo Martínez—. ¡Estás vivo!
Tendido de espaldas, con la boca abierta, los ojos muy cerrados, Vamenos movió la cabeza hacia atrás y adelante, atrás y adelante, gimiendo.
—¡Dime, dime, oh, dime, dime!
—¿Que te diga qué, Vamenos?
Vamenos apretó los puños, apretó los dientes.
—¡El traje, qué le hice al traje, el traje, el traje!
Los hombres se agacharon más.
—Vamenos, está… bueno, está perfectamente.
—¡Mientes! —dijo Vamenos—. Está roto, tiene que estar roto, por todas partes, por abajo.
—No.
Martínez se arrodilló y tocó aquí y allá.
—Vamenos, por arriba, por abajo, por todas partes, está todo bien.
Vamenos abrió los ojos y dejó que las lágrimas le corrieran libremente.
—Un milagro —sollozó—. ¡Alabados sean los santos!
Se tranquilizó.
—¿Y el coche?
—Te golpeó y huyó. —Gómez recordó de pronto y miró la calle desierta—. Por suerte no se detuvo. Hubiéramos…
Todos escucharon.
A lo lejos, gemía una sirena.
—Alguien telefoneó pidiendo una ambulancia.
—Pronto —dijo Vamenos, poniendo los ojos en blanco—. Levántenme. ¡Sáquenme nuestra chaqueta!
—Vamenos…
—¡Cállense, idiotas! —gritó Vamenos—. ¡La chaqueta, eso es! Ahora los pantalones, pronto, peones, pronto. Esos doctores. ¿Vieron en las películas? Te sacan los pantalones abriéndolos con navajas. No les importa. Son maniáticos. Ah, Dios, ¡pronto, pronto!
La sirena vociferaba.
Los hombres, despavoridos, tironeaban de Vamenos todos a la vez.
—¡La pierna derecha, despacio; apúrense, vacas! Bueno, la izquierda, ahora, la izquierda, ¿me oyen? ¡Allí, despacio, despacio! ¡Oh, Dios! ¡Pronto! ¡Martínez, tus pantalones, sácatelos!
—¿Qué?
La sirena ululó.
—¡Imbécil! —lloriqueó Vamenos—. ¡Todo está perdido! Tus pantalones. ¡Dámelos!
Martínez se tironeó la hebilla del cinturón.
—¡Acérquense! ¡Un círculo!
Pantalones oscuros, pantalones claros ondearon en el aire.
—¡Pronto, aquí vienen los maniáticos con sus navajas! ¡Pierna derecha, pierna izquierda, así!
—¡El cierre, vacas, súbanme el cierre! —balbuceó Vamenos.
La sirena se extinguió.
—Madre mía, sí, a tiempo, justo a tiempo. Ya llegan. —Vamenos se tendió de espaldas y cerró los ojos—. Gracias.
Los enfermeros pasaron entre los hombres. Martínez se dio vuelta, abrochándose, impasible, los pantalones blancos.
—Una pierna rota —dijo un enfermero mientras ponían a Vamenos en una camilla.
—Compadres —dijo Vamenos—, ¡no se enojen conmigo!
Gómez resopló.
—¿Quién está enojado?
En la ambulancia, la cabeza caída hacia atrás, contemplando a los otros de arriba abajo, Vamenos titubeó.
—Compadres, cuando… cuando salga del hospital… ¿estaré todavía en el asunto? ¿No me echarán? Miren, dejaré de fumar, no volveré a pisar lo de Murillo, renunciaré a las mujeres…
—Vamenos —dijo Martínez, dulcemente—, no prometas nada.
Vamenos, boca arriba, con los ojos húmedos, vio allí a Martínez, blanquísimo ahora contra las estrellas.
—Oh, Martínez, estás guapo por cierto con ese traje. Compadres, ¿no es cierto que está hermoso?
Villanazul trepó a la ambulancia al lado de Vamenos. La puerta se cerró de golpe. Los otros cuatro hombres observaron la ambulancia que se alejaba.
Luego, Martínez, dentro del traje blanco, fue escoltado cuidadosamente hasta el cordón de la acera.
Ya en la casa, Martínez sacó el líquido quitamanchas y los otros lo rodearon y le dijeron cómo limpiar el traje, y, luego, cómo no calentar demasiado la plancha, y cómo planchar las solapas, y los pliegues, y todo. Cuando el traje estuvo limpio y sin arrugas, y parecía una gardenia recién abierta, lo pusieron de nuevo en el maniquí.
—Las dos de la mañana —murmuró Villanazul—. Espero que Vamenos duerma bien. Cuando lo dejé en el hospital, tenía buen aspecto.
Manulo carraspeó.
—Nadie más saldrá esta noche con el traje, ¿eh?
Los demás le clavaron los ojos.
Manulo se sonrojó.
—Quiero decir… es tarde. Y estamos cansados. Que nadie use el traje durante cuarenta y ocho horas, ¿eh? Le daremos un descanso. Claro. Bueno, ¿dónde dormimos?
El calor en el cuarto era ahora insoportable, y llevaron el maniquí hasta el pasillo, y también unas almohadas y mantas. Subieron las escaleras hacia la terraza de la casa. Allí, pensó Martínez, está el viento fresco, y el sueño.
Mientras subían, pasaron frente a una docena de puertas abiertas: los inquilinos traspiraban, desvelados, jugando a las cartas, bebiendo soda, apantallándose con revistas de cine.
Me pregunto, pensó Martínez, me pregunto… ¡Sí! En el cuarto piso había una puerta abierta.
La hermosa muchacha miró a los hombres que pasaban. Usaba anteojos y cuando vio a Martínez se los arrancó y los escondió debajo de un libro.
Los otros siguieron, sin advertir que habían perdido a Martínez, que parecía clavado a la puerta abierta. Durante largo rato, no pudo decir una palabra. Al fin susurró:
—José Martínez.
—Celia Obregón —dijo la muchacha.
Y luego los dos callaron.
Martínez oyó a los hombres que se movían en el tejado. Echó a andar.
—Lo vi, esta noche —dijo la joven rápidamente.
Martínez volvió.
—El traje —dijo.
—El traje —dijo la joven, y después de una pausa—: Pero no es el traje.
—¿Eh? —dijo Martínez.
La joven levantó el libro y le mostró los anteojos que tenía en el regazo. Tocó los cristales.
—No veo bien. Tal vez usted piense que debo usar mis anteojos, pero no. Hace años que ando así, escondiéndolos, sin ver nada. Pero esta noche veo, aun sin anteojos. Una blancura inmensa allá abajo en la oscuridad. ¡Tan blanca! Me puse en seguida los anteojos.
—El traje, como dije —comentó Martínez.
—El traje, sí, un momento, pero había otra blancura arriba del traje.
—¿Otra?
—¡Los dientes! ¡Oh, qué dientes blancos, y cuántos!
Martínez se llevó la mano a la boca.
—¡Y tan feliz, señor Martínez! —dijo la muchacha—. No he visto nunca una cara tan feliz ni una sonrisa como la suya.
—Ah —le dijo Martínez, incapaz de mirarla ahora, sonrojándose.
—De modo que ya ve —dijo la joven tranquilamente—. El traje me llamó la atención, sí, la blancura colmaba la noche, en la calle. Pero los dientes eran mucho más blancos, y ahora, me he olvidado del traje.
Martínez se sonrojó de nuevo. La joven también parecía abrumada por lo que acababa de decir.
Se puso otra vez los anteojos, y luego se los quitó, nerviosamente, y los escondió como antes. Se miró las manos, y en seguida miró la puerta, por encima de la cabeza de Martínez.
—¿Puedo…? —dijo Martínez al fin.
—Puede…
—¿Puedo venir a verla la próxima vez, cuando me toque usar el traje?
—¿Por qué tiene que esperar el traje? —dijo la joven.
—Pensé que…
—No necesita el traje.
—Pero…
—Si fuera sólo eso —dijo la muchacha— todos estarían bien con el traje. Pero no, yo miraba esta noche. Vi a muchos hombres con ese traje, distintos todos. De modo que ya le dije, no necesita esperar el traje.
—¡Madre mía, madre mía! —exclamó Martínez, feliz Y luego, más sereno—: Necesitaré el traje algún tiempo. Un mes, seis meses, un año. Me siento inseguro. Tengo miedo de muchas cosas. Soy joven.
-Así tiene que ser —dijo la muchacha.
—Buenas noches, señorita…
—Celia Obregón.
—Celia Obregón —dijo Martínez y se alejó de la puerta.
Los demás aguardaban en la terraza. Martínez subió por la puerta trampa, y vio que habían puesto el maniquí con el traje en el centro y las mantas y almohadas alrededor. Y ahora estaban acostados.
Allá arriba, cerca del cielo, soplaba un fresco viento nocturno.
Martínez se detuvo junto al traje blanco, y le acarició las solapas, susurrando entre dientes.
—Ay, caramba, qué noche. Parece que hubieran pasado diez años desde las siete, cuando esto empezó, y no tenía amigos. Dos de la mañana, tengo toda clase de amigos. —Hizo una pausa y pensó:
Celia Obregón, Celia Obregón
—. Toda clase de amigos —prosiguió—. Tengo una habitación, tengo ropa. ¿Saben una cosa? —Miró alrededor, a los hombres acostados en el tejado—. Es curioso.Cuando me pongo este traje, sé que ganaré al billar como Gómez. Que una mujer me mirará, como a Domínguez. Que sé cantar dulcemente como Manulo. Que sabré hablar de alta política, como Villanazul, y que soy fuerte, como Vamenos. ¿Y entonces? Entonces, esta noche soy más que Martínez. Soy Gómez, Manulo, Domínguez, Villanazul, Vamenos. Soy todos. Ay… Ay…
Se quedó un rato más junto al traje que era muchas maneras de sentarse, o de levantarse, o de caminar. Ese traje que podía andar nerviosamente como Gómez, o reflexivamente como Villanazul, o flotando de un lado a otro como Domínguez, que nunca pisaba el suelo, que siempre encontraba un viento que lo llevaba a alguna parte. Ese traje que les pertenecía a todos pero que también los contenía a todos. Ese traje que era… ¿qué? Un cortejo.
—Martínez —dijo Gómez—. ¿Te duermes?
—Sí. Estoy pensando.
—¿En qué?
—Si un día nos hacemos ricos —murmuró Martínez—, será un poco triste. Porque entonces todos tendremos trajes. Y no habrá más noches como esta noche. No estaremos juntos. No será como antes.
Los hombres, acostados, reflexionaron.
Gómez asintió, lentamente.
—Sí, no será como antes…
Martínez se acostó sobre la manta. En la sombra, junto con los demás, observó la terraza y el maniquí, que era la vida de muchos hombres.
Y los ojos de los hombres brillaban, resplandecían, mirando en la oscuridad las luces de neón de los edificios vecinos que se encendían y se apagaban, se encendían y se apagaban, mostrando y ocultando, mostrando y ocultando el maravilloso traje blanco de helado de crema de vainilla.

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