martes, 26 de mayo de 2015

Aqui estan, estan son, las tres mejores novelas cortas de Bradbury.

el maravilloso traje de helado de crema

Era un crepúsculo de estío en la ciudad, y a la entrada del silencioso salón de billar tres jóvenes mexicanos aspiraban el aire tibio y observaban el mundo. A ratos hablaban y a ratos no decían nada, y miraban pasar los automóviles que se deslizaban como panteras negras por el asfalto caliente, o los trolleys que llegaban como una tormenta, sembrando rayos, y se perdían en silencio. 
—Ah —suspiró al fin Martínez. Era el más joven y el más sutilmente triste de los tres—. Es una noche maravillosa, ¿eh? Maravillosa. 
Miraba afuera, y el mundo se le acercaba, se alejaba, se acercaba otra vez. La gente pasaba a su lado y de pronto aparecía en la vereda de enfrente. Los edificios que se alzaban a cinco kilómetros de distancia se le venían encima, de pronto. Pero todo —la gente, los automóviles, los edificios— estaba casi siempre allá, en la frontera del mundo, intocable. En esa callada y calurosa noche de verano, Martínez tenía la cara fría. 
—En noches así uno desea… muchas cosas. 
—Desear —dijo el segundo hombre, Villanazul, un hombre que en su cuarto vociferaba libros pero que en la calle hablaba sólo en murmullos—, desear es el pasatiempo inútil de los desocupados. —¿Desocupados? —exclamó Vamenos, el barbudo—. ¡Óiganlo! ¡No tenemos trabajo ni dinero! 
—Así es —dijo Martínez—, y no tenemos amigos. 
—Cierto. —Villanazul echó una mirada a la plaza verde donde las palmeras oscilaban al suave viento nocturno—. ¿Sabes qué deseo yo? Quisiera ir a esa plaza y hablar entre los hombres de negocios que se reúnen ahí de noche y charlan de cosas serias. Pero con esta ropa, y pobre como soy, ¿quién me escucharía? Bueno, Martínez, nos tenemos a nosotros. La amistad de los pobres es amistad verdadera. Nosotros…
Pero en ese momento pasaba un mexicano joven y apuesto, de bigotito; colgada de cada uno de sus brazos reía una mujer.
—¡Madre mía! —Martínez se golpeó la frente—. ¿Con qué derecho tiene ése dos amigas? Lleva un traje blanco de verano, nuevo y elegante. —Vamenos se mascó la uña negra del pulgar
—. Parece un hombre listo.
Martínez se inclinó para observar a las tres personas que se alejaban y luego miró la casa de enfrente: una hermosa muchacha estaba asomada a una ventana del cuarto piso; el viento le agitaba
levemente la cabellera oscura. Había estado siempre allí, es decir, desde hacía seis semanas.
Martínez había meneado la cabeza, había alzado la mano, le había sonreído, guiñándole un ojo, y aun la había saludado con una reverencia, en la acera, en el portal, en el parque, en las calles. También ahora apartó la mano de la cintura y movió los dedos. Pero la hermosa joven se limitó a dejar que el viento le agitara el pelo oscuro. Martínez no existía. No era nada, nada.
—¡Madre mía!
Miró a la distancia, calle abajo, donde el hombre y sus dos amigas daban vuelta la esquina.
—¡Ay, si al menos uno tuviese un traje! ¡Si estuviese bien vestido, no necesitaría dinero!
—No sé si sugerirte —dijo Villanazul— que lo veas a Gómez. Desde hace un mes habla como loco de un traje nuevo. Yo le digo que sí para que me deje en paz. ¡Ese Gómez!
—Amigo —dijo una voz calmosa.
Todos se volvieron, perplejos.
—¡Gómez!
Sonriendo de un modo raro, Gómez sacó del bolsillo una cinta amarilla delgada e interminable que flotaba y ondulaba en la brisa estival.
—Gómez —preguntó Martínez—. ¿Qué haces con esa cinta métrica?
Gómez lo miró, radiante.
—Mido esqueletos de personas.
—¡Esqueletos!
—Aguarda. —Gómez miró de soslayo a Martínez—. ¡Caramba! ¿Dónde estuviste hasta ahora? Empezaré contigo.
Martínez dejó que le midieran y palparan los brazos y piernas, y le rodearan el pecho.
—¡Quieto! —dijo Gómez—. Brazo… perfecto. Pierna… pecho… ¡perfectos! ¡Aprobado! ¡Venga esa mano!
Estrujó la mano de Martínez. De pronto, se interrumpió.
—Aguarda. ¿Tienes… diez dólares?
—¡Yo tengo! —Vamenos sacudió unos billetes sucios—. ¡Mídeme, Gómez!
—Todo lo que me queda son nueve dólares con noventa—Martínez se vació los bolsillos—.¿Alcanza para un traje nuevo? ¿Y por qué?
—¿Por qué? Porque tienes el esqueleto que hace falta, por eso.
—Señor Gómez, yo apenas lo conozco…
—¿Apenas me conoces? ¡Vas a vivir conmigo! ¡Síganme!
Gómez se perdió en el salón de billar. Martínez, con el moderado Villanazul a la zaga, y empujado por un ansioso Vamenos, se encontró de pronto en el interior.
—¡Domínguez! —dijo Gómez.
Domínguez, junto a un teléfono de pared, los saludó con un guiño. Una voz femenina chillaba en el receptor.
—¡Manulo! —llamó Gómez.
Manulo dio media vuelta empinando una botella de vino.
Gómez señaló a Martínez:
—¡Nuestro quinto voluntario!
—Tengo una cita, no me molestes —dijo Domínguez, pero se interrumpió y el receptor se le escurrió de entre los dedos.
La libretita negra de nombres hermosos y de números volvió rápidamente al bolsillo.
—Gómez, ¿quiere decir que…?
—¡Sí, sí! ¡Tu dinero ahora! ¡Ándale!
La voz de la mujer siseaba todavía en el oscilante receptor.
Domínguez le echó una mirada inquieta.
Manulo examinó la botella vacía que tenía en la mano y el letrero luminoso del bar de enfrente.
De mala gana, los dos hombres depositaron diez dólares sobre el tapete verde del billar.
Villanazul, sorprendido, hizo lo mismo, y también Gómez, dándole un codazo a Martínez.
Martínez contó otra vez sus arrugados billetes y sus níqueles. Gómez blandió los billetes como una escalera real.
—¡Cincuenta dólares! ¡El traje cuesta sesenta! ¡Nos faltan sólo diez dólares!
—Espera —dijo Martínez—. Gómez, ¿sólo un traje? ¿Uno?
—¡Uno! —Gómez levantó un dedo—. Un maravilloso traje blanco de color de helado de crema. ¡Blanco, blanco como la luna de agosto! Pero ¿quién será el dueño de ese único traje?
—¡Yo! —dijo Manulo.
—¡Yo! —dijo Domínguez.
—¡Yo! —dijo Villanazul.
—¡Yo! —exclamó Gómez—. ¡Y tú, Martínez! ¡Vamos, hombres, adelante! ¡En fila!
Villanazul, Manulo, Domínguez y Gómez corrieron a plantar sus espaldas contra la pared del salón de billar.
—¡Martínez, tú también, del otro lado, a la fila! ¡Y ahora, Vamenos, pon el taco de billar por encima de nuestras cabezas!
—¡Bueno, Gómez, bueno!
Martínez, en la fila, sintió sobre la cabeza el roce del taco de billar y se inclinó para ver.
—¡Ah! —susurró.
Vamenos, sonriendo, deslizó el taco sobre las cinco cabezas. El taco se movió en una línea horizontal, sin subidas ni bajadas.
—¡Todos tenemos la misma estatura! —dijo Martínez.
—¡Exactamente!
Los hombres se rieron.
Gómez corrió por la fila, tocando a los hombres aquí y allá con la cinta métrica amarilla, y todos rieron a carcajadas.
—¡Claro! —dijo Gómez—. Tardé un mes, cuatro semanas, en encontrar a cuatro de mi estatura y mi forma, un mes entero corriendo de un lado a otro, midiendo. A veces, es claro, encontraba esqueletos de un metro setenta, pero tenían demasiada carne sobre los huesos, o poca. Los huesos de las piernas eran demasiado largos, o los de los brazos demasiado cortos. ¡Diantre, cuántos huesos! ¡Realmente! Pero ahora somos cinco, con hombros, pechos, cinturas y brazos iguales, y en cuanto al peso… ¡Soldados!
Manulo, Domínguez, Villanazul, Gómez y por último Martínez subieron a la balanza que echaba cartoncitos impresos, mientras Vamenos, sonriendo siempre, alimentaba la balanza con monedas.
Martínez, emocionado, leyó las tarjetas:
—Setenta y cinco kilos… setenta y seis… setenta y cuatro y medio… setenta y cuatro… setenta y siete… un milagro.
—No —dijo sencillamente Villanazul—. Gómez.
Todos le sonrieron a aquel genio que ahora los abrazaba.
—¿No es fantástico? —preguntó—. Todos la misma estatura, todos el mismo sueño: el traje. Ahora sí que estaremos elegantes al menos una noche por semana, ¿eh?
—Hace años que no estoy elegante —dijo Martínez—. Las muchachas se escapan.
—No se escaparán más —dijo Gómez—. Se quedarán pasmadas cuando te vean con el traje blanco de helado de crema.
—Gómez —dijo Villanazul—. Una sola pregunta.
—Es claro, compadre.
—Cuando tengamos ese lindo traje blanco de helado de crema, ¿no te lo pondrás una noche y te tomarás el ómnibus y te irás a vivir a El Paso todo un año, no es cierto?
—Villanazul, Villanazul, ¿cómo se te ocurre?
—Mis ojos ven y mi lengua se mueve —dijo Villanazul—. ¿Qué pasó con las tómbolas Todo el mundo gana que tú organizabas y donde no ganaba nadie? ¿Y con la campaña aquella de carne y frijoles en conserva? Al fin te quedaste debiendo el alquiler de una oficina de dos por cuatro.
—Errores de un niño que ha crecido —dijo Gómez—. ¡Basta! Hace tanto calor que alguien puede adelantarse y comprar ese traje. ¡Está hecho para nosotros y nos espera a todos en el escaparate de
Sastrerías La Luz del Sol, del señor Shumway! Tenemos cincuenta dólares. Sólo nos falta un esqueleto.
Martínez vio que los hombres escudriñaban la sala de billar, y miró también, salteándose a Vamenos, y volviendo luego de mala gana, a examinar la camisa sucia, y los dedos manchados de nicotina.
—¡Yo! —Estalló al fin Vamenos—. Mi esqueleto, mídelo. Sí, tengo las manos y los brazos demasiado grandes de tanto cavar zanjas, pero…
En ese instante Martínez oyó afuera la risa del hombre de antes, del hombre terrible de las dos muchachas.
En el salón de billares la angustia se movió como la sombra de una nube de verano sobre los rostros de los otros hombres.
Vamenos subió lentamente a la balanza y puso una moneda. Cerrando los ojos musitó una oración:
—Madre mía, te ruego…
La balanza rechinó y arrojó el cartoncito. Vamenos abrió los ojos.
—¡Miren! ¡Setenta y cinco kilos! ¡Otro milagro!
Los hombres miraron la mano derecha de Vamenos y la tarjeta; y la izquierda y el sucio billete de diez dólares.
Gómez se tambaleó, traspirando, se enjugó los labios. Enseguida, de un manotazo, tomó el dinero.
—¡A la sastrería! ¡El traje! ¡Vamos!
Gritando, todos se precipitaron fuera del salón.
La voz de la mujer chirriaba aún en el teléfono abandonado. Martínez, rezagado, extendió la mano y cortó la voz. En el silencio, meneó la cabeza.
—¡Dios, qué sueño! Seis hombres —dijo—, ¡un traje! ¿Qué saldrá de todo esto? ¿Locura? ¿Libertinaje? ¿Crimen? Pero yo soy hombre de Dios. ¡Gómez, espérame!
Martínez era joven y echó a correr.

El señor Shumway, de Sastrerías La Luz del Sol, que armaba en ese momento una percha para corbatas, hizo una pausa a la entrada de la tienda. Algo había cambiado en el aire de la calle.
—Leo —le murmuró al ayudante—. Mira…
Un hombre, Gómez, pasó frente a la puerta, espiando hacia adentro. Dos hombres más, Manulo y Domínguez, corrieron detrás, vueltos también hacia la tienda. Y luego otros tres, Villanazul, Martínez
y Vamenos, miraron adelantando los hombros.
El señor Shumway tragó saliva.
—Leo —dijo—, llama a la policía.
De pronto, seis hombres en la puerta.
Apretujado entre los otros, sintiendo un nudo en el estómago, y fiebre en la cara, Martínez miró a Leo con una sonrisa desencajada. Leo soltó el teléfono.
—Miren —musitó Martínez, con los ojos muy abiertos—. Qué traje magnífico.
—No —Manulo acarició una solapa—. ¡Éste!
—¡Hay un solo traje en el mundo! —dijo Gómez fríamente—. Señor Shumway, el traje blanco crema, talle treinta y cuatro. Estaba en la vidriera hace apenas una hora. No me diga que lo vendió…
—¿Si lo vendí? —suspiró el señor Shumway—. No, no, en el probador. Está todavía en el maniquí.
Martínez no supo si se movió arrastrando a los demás o si los otros se movieron arrastrándolo a él. De pronto se movieron todos.
El señor Shumway, corriendo de un lado a otro, trató de adelantarse a los hombres.
—Por aquí, caballeros. ¿Quién de ustedes?…
—¡Todos para uno, uno para todos! —se oyó decir Martínez, y se echó a reír—. ¡Lo probaremos todos¡
-¿Todos?
El señor Shumway se aferró al cortinado de la cabina, sintiendo que la tienda se inclinaba como un barco en la cresta de una ola.
Miró a los hombres.
Eso es, pensó Martínez, mire nuestras sonrisas. Ahora, mire los esqueletos detrás de las sonrisas. Mida aquí, allí, arriba, abajo, sí, ¿ve usted?
El señor Shumway vio. Asintió en silencio. Se encogió de hombros.
—¡Todos! —Corrió el cortinado—. Aquí está. Si lo llevan, les regalo el maniquí.
Martínez espió el interior de la cabina, y los otros espiaron también.
Allí estaba el traje.
Y era blanco, blanquísimo.
Martínez no podía respirar. No quería respirar. No era necesario. Tenía miedo de que el aliento fundiera el traje. Bastaba mirarlo.
Al fin, sin embargo, lanzó un profundo suspiro tembloroso y exclamó, en un murmullo:
—¡Ay, ay, caramba!
—Se me van los ojos —balbuceó Gómez.
—Señor Shumway. —Martínez oyó el susurro de Leo—. Vender el traje, ¿no será acaso un precedente peligroso? Quiero decir, ¿qué pasaría si todos compraran un solo traje para seis personas?
—Leo —dijo el señor Shumway—, ¿un solo traje de cincuenta y nueve dólares y tantas personas felices a la vez? ¿Oíste eso antes?
—Alas de ángeles —murmuró Martínez—. Alas de ángeles blancos.
Martínez notó que el señor Shumway miraba por encima del hombro al interior de la cabina. La luz pálida se le reflejaba en los ojos.
—¿Sabes una cosa, Leo? —dijo respetuosamente—. Esto es más que un traje, ¡es todo un cortejo!

Silbando, gritando, Gómez corrió hasta el descanso del tercer piso y se volvió a saludar a los demás que se tambaleaban y se reían, y tuvieron que sentarse en los peldaños.
—Esta noche —exclamó Gómez—. Esta noche se mudan todos conmigo, ¿eh? Así ahorraremos en alquiler y en ropas, ¿eh? Claro. Martínez, ¿tienes el traje?
—¿Si lo tengo?
Martínez alzó la caja envuelta en papel blanco.
—¡De nosotros, para nosotros! ¡Ay, ay!
—Vamenos, ¿tienes el maniquí?
—¡Aquí está!
Vamenos, mascando un viejo cigarro, esparciendo chispas, tropezó. El maniquí se le resbaló de las manos, se volvió, dio dos vueltas, y cayó escaleras abajo.
—¡Vamenos! ¡Idiota! ¡Torpe!
Le arrebataron el maniquí. Sorprendido, Vamenos miró alrededor como si hubiese perdido algo.
Manulo chasqueó los dedos.
—¡Eh, Vamenos! ¡Tenemos que festejarlo! ¡Trae un poco de vino!
Vamenos se lanzó escaleras abajo, en un torbellino de chispas.
Los otros entraron en el cuarto con el traje. Martínez se quedó en el pasillo, escudriñando el rostro de Gómez.
—Gómez, pareces enfermo.
—Lo estoy —dijo Gómez—. ¿Pues, qué he hecho? —Señaló con la cabeza las sombras que se movían en el cuarto alrededor del maniquí—. Elijo a Domínguez, un demonio con las mujeres.
Bueno. Elijo a Manulo, que bebe, sí, pero que canta como una muchacha, ¿eh? Bueno. Villanazul lee libros. Tú, tú te lavas las orejas. ¿Y qué hago después? ¿Puedo esperar? ¡No! ¡Necesito comprar el traje! Y entonces, el último hombre que elijo es un maldito imbécil que tiene derecho a usar mi traje.—Se detuvo, confuso—. Que va a usar nuestro traje una noche por semana, que se caerá o se meterá bajo la lluvia con el traje puesto. ¿Por qué, por qué, por qué lo hice?
—Gómez —murmuró desde la pieza Villanazul—. El traje está listo. Ven y mira. Alumbra tanto como tu lámpara.
Gómez y Martínez entraron en la habitación.
Allí, sobre el maniquí, en el centro del cuarto, estaba el fantasma fosforescente, de milagrosas llamas blancas, de solapas increíbles, corte perfecto, ojales nítidos. Allí, de pie, con las mejillas
iluminadas por el resplandor blanco del traje, Martínez sintió de pronto que estaba en la iglesia.
¡Blanco! ¡Blanquísimo! Era tan blanco como el más blanco de los helados de vainilla, como las botellas de leche en los pasillos del alba. Blanco como una nube de invierno a la luz de la luna.
Viéndolo, en esa noche de verano, en la habitación caldeada, la respiración de todos era casi visible.
Cerró los ojos, y vio el traje grabado en los párpados. Supo de qué color serían sus sueños esa noche.
—Blanco… —murmuró Villanazul—. Blanco como la nieve en la cumbre de la montaña del pueblo, la montaña que llaman La Durmiente.
—Dilo otra vez —dijo Gómez.
Villanazul, orgulloso pero humilde, repitió feliz el tributo.
—… blanco como la nieve de la montaña…
—¡Estoy de vuelta!
Los hombres sorprendidos, se volvieron rápidamente. Vamenos estaba en la puerta, con botellas de vino en las manos.
—¡Una fiesta! ¡Y aquí! Ahora, dínos, Gómez, ¿quién será el primero en ponerse el traje, esta noche? ¿Yo?
—¡Es demasiado tarde! —dijo Gómez.
—¡Tarde! ¡Si sólo son las nueve y cuarto!
—¿Tarde? —repitieron los demás, boquiabiertos. Gómez se apartó de los hombres que miraban el traje y se acercó a la ventana.
Después de todo, pensó Martínez, la noche era, afuera y abajo, una hermosa noche de sábado de un mes de verano, y en la oscuridad serena y cálida las mujeres flotaban como flores en un río
sereno. Los hombres murmuraron, quejándose.
—Gómez, una idea. —Villanazul chupó el lápiz y dibujó en un cuaderno—. Tú usarás el traje de nueve y media a diez, Manulo hasta las diez y media, Domínguez hasta las once, yo hasta las once y media, Martínez hasta medianoche y…
—¿Por qué yo el último? —preguntó Vamenos, enfurruñado.
Martínez pensó rápidamente y sonrió.
—Amigo, después de medianoche es la mejor hora.
—Ajá —dijo Vamenos—, es cierto. No lo había pensado. Magnífico.
Gómez suspiró.
—Muy bien. Media hora cada uno. Pero de ahora en adelante, recuérdenlo, cada uno de nosotros usará el traje una vez por semana. Los domingos, tiraremos suertes a ver quién usa el traje una noche
más.
—¡Yo! —rió Vamenos—. ¡Yo tengo suerte!
Gómez se aferró con fuerza a Martínez.
—Gómez —dijo Martínez—, tú primero. Vístete.
Gómez no podía apartar los ojos del desacreditado Vamenos. Al fin, impulsivamente, se sacó la camisa de un tirón, por encima de la cabeza.
—Ay —gimió—. Ay, ay, ay…
Un susurro de tela almidonada… la camisa limpia.
—¡Ay! …
Qué limpias se sentían las ropas nuevas, pensó Martínez, alcanzándole la chaqueta. Sonaban a limpio, olían a limpio.
Un susurro… los pantalones… la corbata, un susurro… los tiradores. Un susurro… y Martínez suelta la chaqueta, que cae sobre los hombros.
—¡Olé!
Gómez se volvió como un matador en magnífico traje de luces.
—¡Olé, Gómez, olé!
Gómez hizo una reverencia y dejó el cuarto.
Martínez clavó los ojos en el reloj. A las diez en punto oyó que alguien andaba por el pasillo como si se hubiese olvidado a dónde debía ir. Martínez abrió la puerta y miró.
Allí estaba Gómez, extraviado.
Parece enfermo, pensó Martínez. No, azorado, sorprendido, conmovido, muchas cosas a la vez.
—Gómez, es aquí.
Gómez se volvió y entró.
—Oh, amigos, amigos —dijo. ¡Amigos, qué experiencia! ¡Este traje! ¡Este traje!
—¡Cuéntanos, Gómez! —dijo Martínez.
—¡No puedo, cómo podría decirlo!
Alzó los ojos al cielo, con los brazos abiertos, las palmas extendidas.
—Cuéntanos, Gómez.
—No tengo palabras, no tengo palabras. Ya lo verás, tú mismo. Sí, tienes que ver…
Gómez calló un rato meneando la cabeza. Al fin recordó que todos estaban allí, mirándolo.
—¿Quién es el próximo? ¿Manulo?
Manulo, que estaba en calzoncillos, saltó al frente: —¡Listo!
Todos se reían, gritaban, silbaban.
Manulo, vestido, fue hacia la puerta. Estuvo ausente veintinueve minutos y treinta segundos. Entró tomándose del picaporte, tocando las paredes, palpándose los codos, palmeándose las mejillas.
—¡Oh, dejen que les cuente! —exclamó—. Compadres, fui al bar, saben, a tomar un trago. Pero no, no entré en el bar, ¿me oyen? No bebí. Porque cuando salí de aquí empecé a reírme y a cantar.
¿Por qué, por qué? Yo me escuchaba y me preguntaba: ¿por qué? El traje me hacía sentir mejor que el vino. El traje me emborrachó, me emborrachó. Entonces fui a la Refritería Guadalajara y toqué la
guitarra, ¡y canté cuatro canciones! ¡El traje, ah, el traje!
Domínguez, el próximo, salió al mundo y regresó del mundo.
¡La libretita negra de teléfonos!, pensó Martínez. ¡La tenía en la mano cuando se fue! ¡Ahora, vuelve con las manos vacías! ¿Qué? ¿Qué?
—Yo iba por la calle —dijo Domínguez, abriendo los ojos y viéndolo todo otra vez—, iba por la calle y una mujer me llamó. «¿Domínguez, eres tú?». Otra dijo: «¿Domínguez? No, Quetzalcoatl, el Gran Dios Blanco que viene de Oriente», ¿lo oyen? Y de pronto no quise ir con seis mujeres ni con ocho, no. Una, pensé. ¡Una! Y a ésa, ¿quién adivina lo que le dije? «Quiero que seas mía. ¡Cásate conmigo!» ¡Caramba! Este traje es peligroso. ¡Pero no importa! ¡Estoy vivo, vivo! Gómez, ¿te pasó a ti lo mismo?
Gómez, todavía confundido por los sucesos de la noche, sacudió la cabeza.
—No, no puedo hablar. Es demasiado. Más tarde. ¿Villanazul…?
Villanazul, tímidamente, se adelantó.
Villanazul, tímidamente, salió del cuarto.
Villanazul, tímidamente, regresó.
—Imagínense —dijo sin mirarlos, mirando el piso, hablándole al piso—. La Plaza Verde, un grupo de comerciantes maduros, reunidos bajo las estrellas, que hablan, asienten, hablan. Ahora, uno de ellos murmura. Todos se vuelven y miran. Se apartan, y una luz incandescente y blanca se abre camino quemando el hielo con sus rayos. En el centro de la luz, esta persona. Tomo aliento. Me tiembla el estómago como una gelatina. Apenas me sale la voz al principio, pero luego hablo, firmemente. ¿Y qué digo? Digo: «Amigos, ¿conocen el Sartor Resartus de Carlyle? En ese libro se explica la Filosofía del Traje…»
Por fin, le llegó el turno a Martínez, y el traje lo llevó flotando a la oscuridad.
Dio cuatro vueltas a la manzana. Se detuvo cuatro veces bajo los porches del inquilinato, y miró hacia arriba, a la ventana donde estaba encendida la luz; una sombra se movía, la hermosa joven
estaba allí, no estaba allí, había desaparecido, y a la quinta vez estaba en el porche de arriba, arrastrada por el calor estival, respirando el aire más fresco. Miró rápidamente hacia abajo. Movió la mano.
Al principio, Martínez pensó que ella le hacía señas. Se sintió como una explosión blanca que había encandilado a la joven. Pero ella no le hacía señas. Seguía moviendo la mano, y un instante después un par de anteojos de aros oscuros se le posó sobre la nariz. Luego miró a Martínez.
Ajá, pensó Martínez, ¡era eso! Bueno. Hasta un ciego tiene que ver este traje. La miró y sonrió.
No tenía por qué hacerle señas. Al fin ella le sonrió también. Luego, como Martínez no sabía qué otra cosa hacer, y como no podía desembarazarse de la sonrisa que se le había prendido a las mejillas, se abalanzó, casi a la carrera, y llegó a la esquina, sintiendo detrás los ojos de la joven. Cuando miró otra vez, la muchacha se había quitado los lentes y observaba ahora con una mirada miope lo que no podía ser para ella más que una móvil burbuja de luz en plena oscuridad. Y entonces, por si acaso, Martínez dio otra vuelta a la manzana, en una ciudad que de pronto era tan hermosa que uno tenía ganas de llorar, de reír, y de llorar otra vez.
Regresó, distraído, entornando los ojos; y viéndolo en la puerta, los otros no reconocieron a Martínez. Se vieron a ellos mismos volviendo. En aquel momento, sintieron que algo les había pasado a todos.
—¡Llegas atrasado! —gritó Vamenos, pero se interrumpió.
Nadie podía romper el encanto.
—Que alguien me lo diga —pidió Martínez—. ¿Quién soy?
Lentamente, caminó por la habitación.
Sí, pensó, sí, es el traje, sí, tenía que ser el traje y todos ellos reunidos en aquella sastrería en la hermosa noche de sábado, y luego aquí, riéndose y sintiéndose borrachos sin haber bebido, como lo había dicho el mismo Manulo, a medida que pasaba la noche y cada uno se deslizaba en los pantalones y se apoyaba, balanceándose, en los otros, y la felicidad crecía y era más cálida y más hermosa mientras los hombres iban saliendo y el próximo tomaba su sitio en el traje hasta que ahora allí estaba Martínez, espléndido y blanco como alguien que da órdenes, calla y se aparta.
—Martínez, nos prestaron tres espejos mientras estabas afuera. ¡Mira!
Los espejos reflejaban tres Martínez y los ecos y memorias de quienes se habían puesto el traje, y habían conocido el mundo brillante dentro de la tela. Ahora, en los espejos relucientes, Martínez vio la enormidad de esa cosa que todos estaban viviendo, y se le humedecieron los ojos. Los otros parpadeaban. Martínez tocó los espejos. Los espejos se movieron. Vio entonces un millar, un millón de Martínez vestidos con armaduras blancas que marchaban hacia la eternidad, reflejados, una y otra vez, para siempre, indomables, e infinitos.
Martínez sostuvo en el aire la chaqueta blanca. Los demás, en éxtasis, no reconocieron en el primer momento la mano sucia que se tendió a tomar la chaqueta. En seguida:
—¡Vamenos!
—¡Cochino!
—¡No te lavaste! —gritó Gómez—. ¡Ni siquiera te afeitaste, mientras esperabas! ¡Compadre, el baño!
-¡El baño! —dijeron todos.
—¡No! —Vamenos se sacudió—. ¡El aire de la noche! ¡Me muero!
A empellones, gritando, lo arrastraron por el pasillo.
Y allí estaba Vamenos, afeitado, peinado, con las uñas limpias, increíble en el traje blanco.
Los otros lo miraban hoscamente, con el ceño fruncido.
¿No era verdad, acaso, pensó Martínez, que cuando Vamenos iba de un lado a otro, los torrentes se movían en los montes? Si pasaba por debajo de las ventanas, la gente escupía, arrojaba basura, o algo peor. Y ahora esta noche, esta misma noche, se pasearía bajo diez mil ventanas abiertas de par en par, junto a los balcones, por las alamedas. De pronto, el mundo era sólo un zumbido de moscas.
Y aquí estaba Vamenos, una torta de cumpleaños recién decorada.
—Se te ve bien con ese traje, Vamenos —dijo Manulo tristemente.
—Gracias.
Vamenos se movió, acomodando el esqueleto allí donde acababan de estar todos los otros esqueletos.
—¿Puedo marcharme ahora? —preguntó en voz baja.
—¡Villanazul! —dijo Gómez—. Copia estos reglamentos.
Villanazul lamió la punta del lápiz.
—Primero —dijo Gómez—, ¡no te caigas con ese traje, Vamenos!
—No me caeré.
—No te apoyes en las paredes con ese traje.
—No me apoyaré.
—No camines debajo de los árboles donde haya pájaros con ese traje. No fumes. No bebas…
—Por favor, ¿puedo sentarme con este traje?
—En la duda, quítate los pantalones y dóblalos bien sobre una silla.
—Deséenme buena suerte —dijo Vamenos.
—Ve con Dios, Vamenos.
Vamenos salió y cerró la puerta.
El sonido de una tela que se desgarra.
—¡Vamenos! —gritó Martínez.
Abrió rápidamente la puerta.
Vamenos estaba allí, con la mitad de un pañuelo en cada mano.
—¡Rrrip! —rió—. ¡Mírense las caras! ¡Rrrip! —Desgarró otra vez el pañuelo—. ¡Oh, qué caras, qué caras! ¡Ja!
Riéndose a carcajadas, Vamenos dio un portazo, dejándolos perplejos y solos.
Gómez se tomó la cabeza con las manos y dio media vuelta.
—Lapídenme, mátenme. ¡He vendido nuestras almas a un demonio!
Villanazul buscó en el bolsillo, sacó una moneda de plata y la estudió un buen rato.
—Mis últimos cincuenta centavos. ¿Quién me ayudará a comprar la parte de Vamenos en el traje?
—Es inútil. —Manulo le mostró diez centavos—. Apenas nos alcanza para comprar las solapas y los ojales.
Gómez, junto a la ventana abierta, se asomó y gritó:
—¡Vamenos, no!
Abajo, en la calle, Vamenos, sorprendido, sopló un fósforo y arrojó a lo lejos una vieja colilla de cigarro que había encontrado en alguna parte. Hizo un gesto extraño a todos los hombres de la ventana, saludó con la mano, y se alejó lentamente.
De algún modo, los cinco hombres no podían apartarse de la ventana.
—Apuesto a que se come una salchicha con ese traje —musitó Villanazul—. Pienso en la mostaza.
—¡No! —gritó Gómez—. ¡No, no!
Manulo estuvo de pronto en la puerta.
—Necesito un trago.
—Manulo, aquí hay vino, en esa botella que está en el piso.
Manulo salió y cerró la puerta.
Un momento después Villanazul se estiró con actitud afectada y empezó a pasearse por el cuarto.
—Creo que iré a dar una vuelta por la plaza.
Apenas un minuto después, Domínguez, sacudiendo su libreta negra frente a los demás, parpadeó y tomó el picaporte.
—Domínguez —dijo Gómez.
—¿Sí?
—Si ves a Vamenos, por casualidad —dijo Gómez—, trata de alejarlo del café El Gallo Rojo de Mickey Murillo. Allí las riñas no sólo se ven en la TV, sino también frente a la TV.
—No irá a lo de Murillo —dijo Domínguez—. Ese traje significa mucho para Vamenos. No hará nada que pueda estropearlo.
—Antes mataría a su madre —dijo Martínez—. Claro que sí.
Martínez y Gómez, solos ahora, oyeron que Domínguez bajaba rápidamente las escaleras.
Dieron vueltas alrededor del maniquí desnudo.
Durante largo rato, mordiéndose los labios, Gómez se quedó en la ventana, mirando hacia la calle. Se tocó dos veces el bolsillo de la camisa, y retiró la mano. Al fin sacó algo del bolsillo. Sin mirarlo se lo tendió a Martínez.
—Martínez, toma.
—¿Qué es?
Martínez miró el papel rosado con nombres y números impresos.
—¡Un pasaje en ómnibus para El Paso, de aquí a tres semanas!
Gómez asintió. No podía mirar a Martínez. Tenía los ojos fijos en la noche de estío.
—Devuélvelo. Consigue el dinero —dijo—. Cómpranos un lindo sombrero panamá blanco y una corbata celeste que haga juego con el traje blanco de crema helada. Sí, Martínez.
—Gómez…
—Cállate. ¡Chico, hace calor aquí! Necesito aire.
—Gómez. Estoy emocionado. Gómez…
La puerta estaba abierta. Gómez se había ido.

El café y coctelería El Gallo Rojo, aplastado entre dos enormes edificios de ladrillos, era estrecho y largo. Afuera se encendían y apagaban unas serpientes de neón, rojas, verdes y sulfurosas.
Adentro, unas formas vagas giraban y flotaban perdiéndose en un mar nocturno y pululante.
La pintura roja de la ventana tenía partes descascaradas. Martínez se acercó y espió.
Sintió a la izquierda una presencia, oyó una respiración a la derecha. Miró a un lado y a otro.
—¡Manulo! ¡Villanazul!
—No tenía sed —dijo Manulo—. De modo que di un paseo.
—Yo iba a la plaza —dijo Villanazul—, y decidí dar una vuelta.
Como de común acuerdo, los tres hombres callaron y se volvieron hacia la ventana descascarada.
Un momento después, los tres sintieron detrás una nueva presencia cálida, y oyeron una respiración todavía más anhelante.
—¿Está ahí nuestro traje blanco? —preguntó la voz de Gómez.
—¡Gómez! —dijeron todos, sorprendidos.
—¡Sí! —gritó Domínguez, que acababa de llegar y miraba también—. ¡Ahí está el traje! Y, alabado sea Dios, Vamenos está todavía adentro.
—¡No lo veo! —bizqueó Gómez, protegiéndose los ojos—. ¿Qué hace?
Martínez espió. ¡Sí! Allí, en el fondo, en la sombra, brillaba un copo de nieve, y la sonrisa idiota de Vamenos caracoleaba en lo alto, envuelta en humo.
—¡Está fumando! —dijo Martínez.
—¡Está bebiendo! —dijo Domínguez.
—Está comiendo un taco —informó Villanazul.
—Un taco jugoso —añadió Manulo.
—No —dijo Gómez—. No, no, no…
—Ruby Escuadrillo está con él.
Gómez empujó a un lado a Martínez.
—¡Déjenme ver!
¡Sí, allí estaba Ruby! Cien kilos de cequíes resplandecientes y seda negra en movimiento, y unas uñas escarlatas que aferraban el hombro de Vamenos. La cara bovina, cubierta de polvo, grasienta de lápiz de labios, se cernía sobre Vamenos.
—Ese hipopótamo —dijo Domínguez—. Está aplastando las hombreras. Miren, se le va a sentar en las rodillas.
—¡No, no, no con todo ese polvo y esa pintura! —dijo Gómez—. ¡Manulo, adentro! ¡Quítale esa copa! Villanazul, ¡el cigarro, el taco! ¡Domínguez, llévate a Ruby Escuadrillo, sácala de ahí! ¡Ándale, hombre!
Los tres desaparecieron, y Gómez y Martínez se quedaron boqueando, espiando por la mirilla.
—¡Manulo alza la copa, y se la bebe!
—¡Ay! ¡Y allí está Villanazul! ¡Le quitó el cigarro, y se come el taco!
—Eh, mira, Domínguez. Se lleva a Ruby. ¡Qué valiente!
Una sombra se deslizó rápidamente y bloqueó un instante la puerta del café de Murillo.
—¡Gómez! —Martínez apretó el brazo de Gómez—. Es Toro Ruiz, el amigo de Ruby Escuadrillo. Si la encuentra con Vamenos, el traje de crema helada quedará cubierto de sangre, cubierto de sangre…
—No me pongas nervioso —dijo Gómez—. Pronto.
Los dos corrieron. Alcanzaron a Vamenos en el instante en que Toro Ruiz se detenía a cincuenta centímetros de las solapas del maravilloso traje de crema helada.
—¡Afuera, Vamenos! —dijo Martínez.
—¡Afuera el traje! —corrigió Gómez.
Toro Ruiz, cercando a Vamenos, miró de soslayo a los dos intrusos.
Villanazul avanzó tímidamente.
Villanazul sonrió.
—No le pegues a él. Pégame a mí.
Toro Ruiz golpeó a Villanazul directamente en la nariz.
Villanazul se alejó, apretándose la nariz, y lagrimeando.
Gómez tomó a Toro Ruiz por un brazo, Martínez por el otro.
—Suéltalo, déjalo, ¡cabrón, coyote, vaca!
Toro Ruiz retorció la tela de helado de crema, y los seis hombres sintieron una angustia mortal, y gritaron. Blasfemando, sudando, Toro Ruiz se desembarazó de todos. Cuando iba a golpear a Vamenos, Villanazul apareció otra vez, con lágrimas en los ojos.
—No le pegues, Toro. Pégame a mí.
Toro Ruiz golpeó a Villanazul en la nariz, y una silla se rompió sobre la cabeza de Toro.
—¡Ay! —dijo Gómez.
Toro Ruiz parpadeó, se tambaleó, como decidiendo si caería a la izquierda o a la derecha.
Arrastró a Vamenos.
—¡Suelta! —gritó Gómez—. ¡Suelta!
Los hombres, con mucho cuidado, apartaron del traje los dedos de banana de Toro Ruiz. Un momento después, Toro Ruiz yacía en el piso.
—¡Compadres, por aquí!
Salieron a la calle y Vamenos se libró de las manos de los otros, con aire de dignidad ofendida.
—Bueno, bueno. Todavía no venció el plazo. Me quedan dos minutos y, a ver… diez segundos.
—¡Cómo! —dijeron todos.
—Vamenos —dijo Gómez—, ¿dejas que una vaca de Guadalajara se te suba encima, te peleas, fumas, bebes, comes tacos, y aun dices que tu tiempo no pasó todavía?
—Me quedan dos minutos y un segundo.
Una voz femenina llamó desde el extremo de la calle. —¡Eh, Vamenos, qué guapo estás!
Vamenos sonrió y se abotonó el saco.
—¡Es Ramona Álvarez! ¡Ramona, espera!
Vamenos se dispuso a cruzar la calle.
—Vamenos —suplicó Gómez—. ¿Qué puedes hacer en un minuto y —miró el reloj— cuarenta segundos?
—¡Ya verás! ¡Eh, Ramona!
Vamenos galopó.
—Vamenos, cuidado.
Vamenos, sorprendido, dio media vuelta, vio un coche, oyó el chirrido de los frenos.
—No —dijeron los cinco hombres en la vereda.
Martínez oyó el impacto y trastabilló. Alzó la cabeza. Parece ropa blanca, pensó, que vuela por el aire. Bajó la cabeza.
Ahora se oía a sí mismo y a cada uno de los hombres: todos emitían un sonido distinto. Algunos tragaban demasiado aire. Otros lo dejaban salir. Algunos se ahogaban. Otros mascullaban. Algunos clamaban justicia. Algunos se cubrían las caras. Martínez sintió una angustia en el corazón. No podía dar un paso.
—No quiero vivir —dijo Gómez en voz baja—. Mátame tú, cualquiera.
Martínez miró hacia abajo y les ordenó a sus pies que caminaran, arrastrándose, uno detrás de otro. Tropezó con los demás, que trataban de correr. Corrieron al fin y de algún modo vadearon una calle que era como un río profundo y miraron el cuerpo de Vamenos.
—¡Vamenos! —dijo Martínez—. ¡Estás vivo!
Tendido de espaldas, con la boca abierta, los ojos muy cerrados, Vamenos movió la cabeza hacia atrás y adelante, atrás y adelante, gimiendo.
—¡Dime, dime, oh, dime, dime!
—¿Que te diga qué, Vamenos?
Vamenos apretó los puños, apretó los dientes.
—¡El traje, qué le hice al traje, el traje, el traje!
Los hombres se agacharon más.
—Vamenos, está… bueno, está perfectamente.
—¡Mientes! —dijo Vamenos—. Está roto, tiene que estar roto, por todas partes, por abajo.
—No.
Martínez se arrodilló y tocó aquí y allá.
—Vamenos, por arriba, por abajo, por todas partes, está todo bien.
Vamenos abrió los ojos y dejó que las lágrimas le corrieran libremente.
—Un milagro —sollozó—. ¡Alabados sean los santos!
Se tranquilizó.
—¿Y el coche?
—Te golpeó y huyó. —Gómez recordó de pronto y miró la calle desierta—. Por suerte no se detuvo. Hubiéramos…
Todos escucharon.
A lo lejos, gemía una sirena.
—Alguien telefoneó pidiendo una ambulancia.
—Pronto —dijo Vamenos, poniendo los ojos en blanco—. Levántenme. ¡Sáquenme nuestra chaqueta!
—Vamenos…
—¡Cállense, idiotas! —gritó Vamenos—. ¡La chaqueta, eso es! Ahora los pantalones, pronto, peones, pronto. Esos doctores. ¿Vieron en las películas? Te sacan los pantalones abriéndolos con navajas. No les importa. Son maniáticos. Ah, Dios, ¡pronto, pronto!
La sirena vociferaba.
Los hombres, despavoridos, tironeaban de Vamenos todos a la vez.
—¡La pierna derecha, despacio; apúrense, vacas! Bueno, la izquierda, ahora, la izquierda, ¿me oyen? ¡Allí, despacio, despacio! ¡Oh, Dios! ¡Pronto! ¡Martínez, tus pantalones, sácatelos!
—¿Qué?
La sirena ululó.
—¡Imbécil! —lloriqueó Vamenos—. ¡Todo está perdido! Tus pantalones. ¡Dámelos!
Martínez se tironeó la hebilla del cinturón.
—¡Acérquense! ¡Un círculo!
Pantalones oscuros, pantalones claros ondearon en el aire.
—¡Pronto, aquí vienen los maniáticos con sus navajas! ¡Pierna derecha, pierna izquierda, así!
—¡El cierre, vacas, súbanme el cierre! —balbuceó Vamenos.
La sirena se extinguió.
—Madre mía, sí, a tiempo, justo a tiempo. Ya llegan. —Vamenos se tendió de espaldas y cerró los ojos—. Gracias.
Los enfermeros pasaron entre los hombres. Martínez se dio vuelta, abrochándose, impasible, los pantalones blancos.
—Una pierna rota —dijo un enfermero mientras ponían a Vamenos en una camilla.
—Compadres —dijo Vamenos—, ¡no se enojen conmigo!
Gómez resopló.
—¿Quién está enojado?
En la ambulancia, la cabeza caída hacia atrás, contemplando a los otros de arriba abajo, Vamenos titubeó.
—Compadres, cuando… cuando salga del hospital… ¿estaré todavía en el asunto? ¿No me echarán? Miren, dejaré de fumar, no volveré a pisar lo de Murillo, renunciaré a las mujeres…
—Vamenos —dijo Martínez, dulcemente—, no prometas nada.
Vamenos, boca arriba, con los ojos húmedos, vio allí a Martínez, blanquísimo ahora contra las estrellas.
—Oh, Martínez, estás guapo por cierto con ese traje. Compadres, ¿no es cierto que está hermoso?
Villanazul trepó a la ambulancia al lado de Vamenos. La puerta se cerró de golpe. Los otros cuatro hombres observaron la ambulancia que se alejaba.
Luego, Martínez, dentro del traje blanco, fue escoltado cuidadosamente hasta el cordón de la acera.
Ya en la casa, Martínez sacó el líquido quitamanchas y los otros lo rodearon y le dijeron cómo limpiar el traje, y, luego, cómo no calentar demasiado la plancha, y cómo planchar las solapas, y los pliegues, y todo. Cuando el traje estuvo limpio y sin arrugas, y parecía una gardenia recién abierta, lo pusieron de nuevo en el maniquí.
—Las dos de la mañana —murmuró Villanazul—. Espero que Vamenos duerma bien. Cuando lo dejé en el hospital, tenía buen aspecto.
Manulo carraspeó.
—Nadie más saldrá esta noche con el traje, ¿eh?
Los demás le clavaron los ojos.
Manulo se sonrojó.
—Quiero decir… es tarde. Y estamos cansados. Que nadie use el traje durante cuarenta y ocho horas, ¿eh? Le daremos un descanso. Claro. Bueno, ¿dónde dormimos?
El calor en el cuarto era ahora insoportable, y llevaron el maniquí hasta el pasillo, y también unas almohadas y mantas. Subieron las escaleras hacia la terraza de la casa. Allí, pensó Martínez, está el viento fresco, y el sueño.
Mientras subían, pasaron frente a una docena de puertas abiertas: los inquilinos traspiraban, desvelados, jugando a las cartas, bebiendo soda, apantallándose con revistas de cine.
Me pregunto, pensó Martínez, me pregunto… ¡Sí! En el cuarto piso había una puerta abierta.
La hermosa muchacha miró a los hombres que pasaban. Usaba anteojos y cuando vio a Martínez se los arrancó y los escondió debajo de un libro.
Los otros siguieron, sin advertir que habían perdido a Martínez, que parecía clavado a la puerta abierta. Durante largo rato, no pudo decir una palabra. Al fin susurró:
—José Martínez.
—Celia Obregón —dijo la muchacha.
Y luego los dos callaron.
Martínez oyó a los hombres que se movían en el tejado. Echó a andar.
—Lo vi, esta noche —dijo la joven rápidamente.
Martínez volvió.
—El traje —dijo.
—El traje —dijo la joven, y después de una pausa—: Pero no es el traje.
—¿Eh? —dijo Martínez.
La joven levantó el libro y le mostró los anteojos que tenía en el regazo. Tocó los cristales.
—No veo bien. Tal vez usted piense que debo usar mis anteojos, pero no. Hace años que ando así, escondiéndolos, sin ver nada. Pero esta noche veo, aun sin anteojos. Una blancura inmensa allá abajo en la oscuridad. ¡Tan blanca! Me puse en seguida los anteojos.
—El traje, como dije —comentó Martínez.
—El traje, sí, un momento, pero había otra blancura arriba del traje.
—¿Otra?
—¡Los dientes! ¡Oh, qué dientes blancos, y cuántos!
Martínez se llevó la mano a la boca.
—¡Y tan feliz, señor Martínez! —dijo la muchacha—. No he visto nunca una cara tan feliz ni una sonrisa como la suya.
—Ah —le dijo Martínez, incapaz de mirarla ahora, sonrojándose.
—De modo que ya ve —dijo la joven tranquilamente—. El traje me llamó la atención, sí, la blancura colmaba la noche, en la calle. Pero los dientes eran mucho más blancos, y ahora, me he olvidado del traje.
Martínez se sonrojó de nuevo. La joven también parecía abrumada por lo que acababa de decir.
Se puso otra vez los anteojos, y luego se los quitó, nerviosamente, y los escondió como antes. Se miró las manos, y en seguida miró la puerta, por encima de la cabeza de Martínez.
—¿Puedo…? —dijo Martínez al fin.
—Puede…
—¿Puedo venir a verla la próxima vez, cuando me toque usar el traje?
—¿Por qué tiene que esperar el traje? —dijo la joven.
—Pensé que…
—No necesita el traje.
—Pero…
—Si fuera sólo eso —dijo la muchacha— todos estarían bien con el traje. Pero no, yo miraba esta noche. Vi a muchos hombres con ese traje, distintos todos. De modo que ya le dije, no necesita esperar el traje.
—¡Madre mía, madre mía! —exclamó Martínez, feliz Y luego, más sereno—: Necesitaré el traje algún tiempo. Un mes, seis meses, un año. Me siento inseguro. Tengo miedo de muchas cosas. Soy joven.
-Así tiene que ser —dijo la muchacha.
—Buenas noches, señorita…
—Celia Obregón.
—Celia Obregón —dijo Martínez y se alejó de la puerta.
Los demás aguardaban en la terraza. Martínez subió por la puerta trampa, y vio que habían puesto el maniquí con el traje en el centro y las mantas y almohadas alrededor. Y ahora estaban acostados.
Allá arriba, cerca del cielo, soplaba un fresco viento nocturno.
Martínez se detuvo junto al traje blanco, y le acarició las solapas, susurrando entre dientes.
—Ay, caramba, qué noche. Parece que hubieran pasado diez años desde las siete, cuando esto empezó, y no tenía amigos. Dos de la mañana, tengo toda clase de amigos. —Hizo una pausa y pensó:
Celia Obregón, Celia Obregón
—. Toda clase de amigos —prosiguió—. Tengo una habitación, tengo ropa. ¿Saben una cosa? —Miró alrededor, a los hombres acostados en el tejado—. Es curioso.Cuando me pongo este traje, sé que ganaré al billar como Gómez. Que una mujer me mirará, como a Domínguez. Que sé cantar dulcemente como Manulo. Que sabré hablar de alta política, como Villanazul, y que soy fuerte, como Vamenos. ¿Y entonces? Entonces, esta noche soy más que Martínez. Soy Gómez, Manulo, Domínguez, Villanazul, Vamenos. Soy todos. Ay… Ay…
Se quedó un rato más junto al traje que era muchas maneras de sentarse, o de levantarse, o de caminar. Ese traje que podía andar nerviosamente como Gómez, o reflexivamente como Villanazul, o flotando de un lado a otro como Domínguez, que nunca pisaba el suelo, que siempre encontraba un viento que lo llevaba a alguna parte. Ese traje que les pertenecía a todos pero que también los contenía a todos. Ese traje que era… ¿qué? Un cortejo.
—Martínez —dijo Gómez—. ¿Te duermes?
—Sí. Estoy pensando.
—¿En qué?
—Si un día nos hacemos ricos —murmuró Martínez—, será un poco triste. Porque entonces todos tendremos trajes. Y no habrá más noches como esta noche. No estaremos juntos. No será como antes.
Los hombres, acostados, reflexionaron.
Gómez asintió, lentamente.
—Sí, no será como antes…
Martínez se acostó sobre la manta. En la sombra, junto con los demás, observó la terraza y el maniquí, que era la vida de muchos hombres.
Y los ojos de los hombres brillaban, resplandecían, mirando en la oscuridad las luces de neón de los edificios vecinos que se encendían y se apagaban, se encendían y se apagaban, mostrando y ocultando, mostrando y ocultando el maravilloso traje blanco de helado de crema de vainilla.

los amigos de Nicholas Nickleby

      Imagínense un verano inacabable.
Mil novecientos veintinueve.
Imagínense un niño que nunca terminaba de crecer.
Yo.
Imagínense un peluquero que nunca fue joven.
El señor Wyneski.
Imagínense un perro inmortal.
El mío.
Imagínense una de esas ciudades pequeñas en las que ya no vive nadie.
¿Listos?
Comencemos...
Green Town, Illinois... Fines de junio.
Un perro que ladra en una peluquería con un solo sillón.
Adentro, el señor Wyneski, dando vueltas alrededor de su víctima, un cliente amodorrado en el baño de vapor del mediodía.
Adentro, yo, Ralph Spaulding, un muchacho de unos doce años, de pie, inmóvil como una estatua de hierro de la Guerra Civil, escuchando el sonido del viento cálido, sintiendo todo el polvo de ese verano caluroso, un mundo de horno donde nadie podía ser ni malo ni bueno, donde los muchachos yacían pegados a los perros y los perros apoyaban la cabeza en los cuerpos de los muchachos, bajo árboles perezosos, de hojas que susurraban desespe­radas: "Ya nunca volverá a ocurrir algo."
Lo único que se movía era el agua fresca que goteaba del enorme bloque de hielo del tamaño de un ataúd, ex­puesto en el escaparate de la ferretería. La única persona que no sufría el calor en kilómetros a la redonda era la señorita Frostbite, la ayudante del mago viajero, que desde hacía tres días yacía acostada en la cavidad de forma de mujer del bloque de hielo, donde –se decía–no respiraba, no comía, no hablaba. Esto último, pensé, tenía que ser terrible para una mujer.
En la calle todo estaba inmóvil, excepto la insignia de franjas de la peluquería que giraba lentamente mostrando colores: rojo, blanco y nuevamente rojo, deslizándose desde la nada para desaparecer otra vez en la nada: un movimiento entre dos misterios.
–...¡Qué!...
Agucé el oído.
–Sólo el tren del mediodía, Ralph. –El señor Wyneski movió las tijeras de cola de pájaro al mismo tiempo que observaba con atención la oreja del cliente.–Sólo el tren del mediodía.
–No... –dije dificultosamente, con los ojos cerrados, buscando donde apoyarme– Algo llega de veras...
Oí a lo lejos el gemido del silbato solitario y triste, que bastaba para arrancarle a uno el alma del cuerpo.
–Tú lo sientes. ¿No es cierto, Perro?
Perro ladró.
–¿Qué puede sentir un perro? –resopló el señor Wyneski.
–Las cosas grandes. Las cosas importantes. Las coin­cidencias circunstanciales. Los choques inevitables. Lo dice Perro. Lo digo yo. Nosotros lo decimos.
–Pues así son ustedes cuatro. ¡Vaya equipo! –El señor Wyneski dio la espalda a la víctima del verano, sen­tada en el blanco sillón de porcelana.–Vamos, Ralph, mi problema es el pelo. Barre.
Barrí una tonelada de pelo.
–¡Dios mío! Se diría que crece en el piso.
El señor Wyneski miró la escoba.
–Cierto. Yo no he cortado tanto. Esta maldición crece ahí tirada. Déjala una semana, vuelve, y necesitarás botas largas para abrirte camino. –Señaló con las tijeras.–¿Has visto alguna vez tantos matices, tonalidades y tintes de mechones, y pelusas de barbas? Ahí está el pelo ralo del señor Tompkins; allí el jopo de Charlie Smith. Y aquí, todo lo que queda del señor Harry Joe Flynn.
Miré al señor Wyneski, como si me hubiera leído el Libro de las Revelaciones.
–Caramba, señor Wyneski, parece que sabe todo lo que se puede saber en el mundo.
–Casi.
–¡Cuando crezca seré peluquero!
El señor Wyneski, secretamente satisfecho, se movió de un lado a otro.
–Entonces mira este puercoespín, Ralph. Abre bien los ojos. Los codos en esta posición, las muñecas así. Haz que las tijeras hablen. Los clientes lo aprecian. Estás tra­bajando, pues bien, que las tijeras suenen el doble. ¡Tá­cate tac, muchacho, tácate tac! ¡Esto lo aprendí de los franceses! ¡De los franceses! ¡Ellos sí que saben rondar en torno del sillón en puntas de pie, haciendo sonar y triscar las tijeras, una vez y otra!
–Caramba –dije, acercándome al brazo del señor Wyneski, en medio de los susurros y la trisca de las tijeras, y deteniéndome, pues a lo lejos, en el campo estival, el viento lanzó un lamento muy triste, muy extraño.
–Ahí está otra vez. El tren. Y algo que viene en ese tren.
–El tren del mediodía no para aquí.
–Pero tengo la impresión...
–El pelo me va a cubrir, Ralph...
Barrí el pelo.
Después de largo rato dije:
–Estoy pensando en cambiarme el nombre.
El señor Wyneski suspiró. El cliente, víctima del verano, estaba todavía muerto.
–¿Qué es lo que te pasa hoy, muchacho?
–No soy yo. Es el nombre lo que no está bien. Escuche. Ralph. –Hice sonar las erres.–Rrralph.
– No es por cierto música celestial.
–Suena como el gruñido de un perro furioso. –Me contuve.–No te ofendas, Perro.
El señor Wyneski miró hacia abajo.
–Parece tomarse el asunto con mucha calma.
–Ralph es un nombre tonto. Voy a cambiármelo antes que caiga la noche.
El señor Wyneski meditó.
–¿Julio por César? ¿Alejandro por el Grande?
–No me importa cuál. Ayúdeme, ¿quiere, señor Wy­neski? Encuéntreme un nombre...
El perro se irguió. Yo solté la escoba.
A lo lejos, un tren a toda marcha, con resoplidos de fuego y rítmico movimiento, entraba triunfalmente en la calcinada estación ferroviaria, con un verano en el vien­tre de hierro más feroz que el verano de afuera. –¡Aquí viene!
–Ahí se va –dijo el señor Wyneski. –No, ahí no se va.
–El señor Wyneski casi dejó caer las tijeras. –¡Vaya, el condenado tren del mediodía está frenando! -Oímos detenerse el tren. 
–¿Cuántas personas bajan del tren, Perro? 
Perro ladró una vez. 
El señor Wyneski se movió incómodo. –Las bolsas de correspondencia.
–No... ¡un hombre! Camina con paso ligero, sin mucho equipaje. Va hacia nuestra casa. Apuesto a que es un nuevo pensionista de la abuela. Y ocupará el cuarto vacío al lado del suyo, señor Wyneski. ¿No es cierto, Perro?
Perro ladró.
–Ese perro habla demasiado –dijo el señor Wyneski. 
Tengo que ir a ver qué pasa, señor Wyneski. ¿Pue­do ir?
Los pasos lejanos se perdieron en las calles silenciosas y cálidas.
El señor Wyneski se estremeció, y dijo casi con tristeza: –Vete, Ralph. 
–Mi nombre no es Ralph.
–Como te llames... corre a ver... y vuelve a decirme lo peor.
–¡Gracias, señor, gracias!
Corrí. Perro corrió. Calle arriba, tomamos por un ca­llejón, dimos la vuelta por el fondo y nos hundimos en unos helechos, cerca de la casa de la abuela.
–Abajo, muchacho –susurré–. Ahí viene el Gran Acontecimiento, sea lo que sea.
Y por la calle primero, por el camino de entrada después, vi a ese hombre, que venía y subía la escalinata de la casa con paso vivo, blandía un bastón y llevaba un maletín y tenía el pelo largo y castaño y unos bigotes y una barbilla sedosos, y estaba envuelto en cortesía como una bandada de pájaros todo alrededor.
Desde la galería, junto a la oxidada hamaca de cadenas, entre tiestos de geranios, el hombre se puso a mirar la ciudad.
Tal vez oyera a la distancia el zumbido de insecto de la peluquería donde el señor Wyneski, que muy pronto sería un enemigo, leía el destino de las protuberancias de las cabezas que le caían en las manos mientras movía la cortadora eléctrica. Tal vez oyera a la distancia los rumores de la biblioteca solitaria, donde el polvo dorado se deslizaba en la cruda luz solar, y en algún rincón, al­guien, una mujer serena, garrapateaba incesantemente con una lapicera de pluma, como una laucha melancólica y solitaria, oculta en el fondo de la cueva. Una mujer que llegaría a ser parte de la vida de ese hombre, pero que ahora...
El desconocido se quitó el alto sombrero verde musgo, se enjugó la frente y sin mirar a otra parte que al cielo cálido y enceguecedor, dijo:
–Hola, muchacho. Hola, perro.
Perro y yo emergimos de entre los helechos.
–Vaya, vaya. ¿Cómo sabía usted que estábamos es­condidos?
El desconocido escudriñó su sombrero en busca de una respuesta.
–En una encarnación anterior, fui un muchacho. Un tiempo antes, si la memoria no me falla, fui un perro excepcionalmente feliz. Pero... –El bastón de caña gol­peó el anuncio de cartón clavado con tachuelas en la baranda donde se leía casa y comida.–¿Es cierto lo que dice el anuncio, muchacho?
–Los mejores cuartos de la manzana.
–¿Y las camas?
–Colchones tan profundos que uno se hunde y se ahoga, feliz.
–¿Los otros pensionistas?
–Hablan lo necesario, no demasiado.
–¿Y la comida?
–Bizcochos calientes todas las mañanas, pastel de du­raznos al mediodía, postres para la cena.
El desconocido aspiró los deliciosos aromas.
–Venderé mi alma.
Abuela apareció de pronto en la puerta y lo miró con el ceño fruncido.
–¿Qué dice?
–Una manera de hablar, señora. –El desconocido se volvió.–No quise pecar de mal cristiano.
Y se metió adentro, y hablaba y la abuela también hablaba, y él escribía blandiendo la lapicera sobre el libro de registros y yo y Perro entramos, sin aliento, observán­dolo, deletreando: –C... H...
–¿Puedes leer al revés, muchacho? –dijo el desco­nocido alegremente, al mismo tiempo que hacía una pausa con la lapicera.
–Sí, señor.
Siguió escribiendo. Y yo, deletreando. –A.R.L.E. ¡Charles! –Correcto. – ¡Qué hermosa letra! –dijo la abuela observando la caligrafía.
–Gracias, señora.
La lapicera siguió corriendo. Y yo seguí cantando.
–D.I.C.K.E.N.S.
Vacilé y me detuve. La lapicera se detuvo.
El desconocido inclinó la cabeza, cerró un ojo, y me observó.
–¿Sí? –me desafió–. ¿Qué, qué?
–¡Dickens! –exclamé.
–¡Así es!
–¡Charles Dickens, abuela!
–Sé leer, Ralph. Un bonito nombre.
–¿Bonito? –dije boquiabierto–. ¡Es grandioso! Pe­ro... yo creía que usted había...
–¿Muerto? –El desconocido se rió.–No. ¡Estoy vivo, en muy buen estado físico y contento de encon­trarme con alguien que me reconoce, admira y lee!
Y subimos por las escaleras. La abuela llevando toa­llas y fundas limpias y yo, jadeante, portando el maletín. Nos encontramos con el abuelo, especie de hombre–barco que navegaba en sentido contrario.
–Abuelo –dije espiándolo, buscándole en el rostro signos de conmoción–. Te presento al... señor Charles Dickens.
El abuelo se detuvo a tomar aliento, miró al nuevo pensionista de arriba abajo, estiró la mano, tomó la del hombre, y se la estrechó con fuerza diciendo:
–¡Los amigos de Nicholas Nickleby son mis amigos!
–Gracias, señor –dijo el señor Dickens y retrocedió ante tal demostración de efusión.
En seguida se recobró, se inclinó y continuó escaleras arriba, mientras el abuelo con los ojos entrecerrados me pellizcaba una mejilla y me dejaba allí, colmado de asombro.
En la habitación abovedada de la torre, donde las bri­llantes ventanas estaban abiertas y el viento entraba en muchas corrientes, el señor Dickens dejó el abrigo pesado y señaló con la cabeza el maletín.
–Ponlo en cualquier parte, Pip. ¿No te importa que te llame Pip, no?
–¿Pip? – Se me encendieron las mejillas, la cara resplandeciente de incrédula felicidad.–¡Oh, no, señor, Pip está muy bien!
La abuela se interpuso entre nosotros.
– Aquí tiene la ropa limpia, señor...
–Dickens, señora –nuestro pensionista se palmeó los bolsillos, uno tras otro–. Dios mío. Pip, parece que me he quedado sin lápiz ni papel. ¿Será posible?
Me contempló mientras yo me llevaba una mano su­brepticiamente detrás de la oreja.
–¡Caramba –dije–, un lápiz amarillo Ticonderoga número 2! –Mi otra mano se me deslizó hacia el bolsillo trasero del pantalón.–  ¡Y un bloc de notas Iron–Fase Ring–Back número 12!
–¡Extraordinario!
–¡Extraordinario!
El señor Dickens comenzó a dar vueltas, contemplando el mundo desde todas y cada una de las ventanas y hablando por momentos al norte, por momentos al nor­deste, después al este, luego al sur:
–He viajado dos largas semanas con una idea. El día de la Bastilla, ¿te dice algo?
–¿El cuatro de julio de los franceses?
–¡Notable muchachito! El día de la Bastilla este libro ha de estar en pleno curso. ¿Me ayudarás a franquear las compuertas de la Revolución, Pip?
–¿Con esto? –dije, mirando el bloc de papel y el lápiz que tenía en la mano.
–¡Moja la punta del lápiz, muchacho!
Mojé el lápiz.
–En el margen superior de la página: el título. Título –el señor Dickens reflexionó, la cabeza gacha, mien­tras se mesaba la barbilla–. Pip, ¿cuál puede ser un título fuera de lo común y adecuado para una novela que sucede mitad en Londres, mitad en París?
Historia –aventuré.
–¿Sí?
Historia de... dos ciudades.
–Señora –la abuela levantó la vista–. ¡Este chico es un genio!
–Leí acerca de este día en la Biblia –dijo la abue­la–. Todo termina al mediodía.
–Anótalo, Pip –el señor Dickens dio unos golpes en mi bloc–. Rápido. Historia de dos ciudades. Sigue. En el centro de la página, Libro Primero: Vuelto a la vida. Capítulo I: La época.
Yo garrapateaba. La abuela trabajaba. El señor Dic­kens miraba el cielo de soslayo y por último recitó:
–Eran los tiempos mejores, eran los tiempos peores; la era de la sabiduría, la era de la tontería; la época de la fe, la época del descreimiento; la estación de la Luz, la estación de la Obscuridad; la primavera de los contentos, el invierno...
–Vaya –dijo la abuela–, ¡qué bien habla usted!
–Señora –el autor hizo una inclinación de cabeza, luego entornó los ojos y chasqueó los dedos en el aire tratando de recordar–. ¿Dónde estaba, Pip?
–El invierno –dije–de los descontentos..

Ya tarde oí a mi abuela que desde abajo reclamaba a alguien llamado Ralph, Ralph. No supe de quién se trataba: yo estaba escribiendo afanosamente.
Un minuto después, el abuelo llamó:
–¡Pip!
Di un salto. –Sí, señor.
–Es hora de comer, Pip –dijo el abuelo desde la escalera.
Me senté a la mesa, el pelo mojado, las manos húme­das. Miré a mi abuelo: –¿Cómo supiste... lo de Pip?
–Hace una hora que me llega ese nombre por la ventana abierta.
–Caramba –dije–. He estado por todas partes esta tarde. En diligencia, por el camino de Dover. En París. He viajado tanto que tengo el calambre de los escrito­res. Yo...
–¿Pip? –repitió el señor Wyneski. El abuelo, afectuoso y complaciente, vino en mi ayuda. –Cuando yo tenía doce años, cambié de nombre va­rias veces – contó las veces con el tenedor–. Dick, por Dead–Eye Dick, y John, por Long John Silver. Y des­pués Hyde, por la otra mitad de Jekyll.
–Yo nunca tuve otro nombre que Bernard Samuel Wyneski –dijo el señor Wyneski con los ojos todavía fijos en mí.
– ¿Ninguno? –preguntó el abuelo, sorprendido. –Ninguno.
–¿Entonces, tiene usted alguna prueba de haber sido niño, señor? –le preguntó el abuelo–. ¿O es usted un fenómeno natural, como un barco detenido en medio del océano?
–¿Qué? –dijo el señor Wyneski. El abuelo renunció y le pasó el plato con una gene­rosa porción.
–Comprenda, Bernard Samuel, comprenda.
El señor Wyneski no tocó el plato y dijo:
– ¿La diligencia de Dover...?
–Con el señor Dickens, por supuesto –contribuyó el abuelo–. Bernard Samuel, tenemos un nuevo pensio­nista, un escritor, que ha comenzado un nuevo libro y ha elegido a Pip, Ralph, como secretario.
–Trabajé toda la tarde –dije–. ¡Gané veinticinco centavos!
Me cubrí la boca con la mano. Una nube fugaz obscureció el rostro del señor Wyneski.
–¿Un novelista llamado Dickens? Seguramente us­tedes no creerán...
–Creo lo que la gente me dice hasta que me dice otra cosa. Entonces creo eso. Pásenme la manteca –dijo el abuelo.
Le pasaron la manteca en silencio. –¡Fuegos del Infierno! – masculló el señor Wyneski. Me hundí en la silla.
El abuelo, que cortaba el pollo y servía abundantes porciones, dijo:
–Un hombre al parecer de buenas intenciones ha ingresado en nuestra casa. Afirma que se llama Dickens. En lo que a mí respecta, ése es su nombre. Da a enten­der que está escribiendo un libro. Paso delante de su puerta, miro hacia el interior, y en efecto está escribien­do. ¿He de decirle acaso que no lo haga? Es obvio que necesita escribir ese libro. 
Historia de dos ciudades –dije.
Historia –gimió el señor Wyneski, ofendido–de dos...
–Silencio –dijo la abuela.
Bajando las escaleras y ahora en la puerta del come­dor se encontraba el hombre de largos cabellos y fina barba y bigotes, saludando con la cabeza, sonriendo, escu­driñándonos.
–¿Amigos?... –preguntó.
–Señor Dickens –dije, tratando de salvar la situa­ción–. Le presento al señor Wyneski, el mejor peluquero del mundo.
Los dos hombres se miraron largo rato.
–Señor Dickens –pidió el abuelo–. ¿Nos haría par­tícipe de su talento, diciendo usted la oración de gracias?
–Es un honor, señor.
Inclinamos la cabeza. No así el señor Wyneski.
El señor Dickens lo miró amablemente.
El barbero murmuró algo y clavó la vista en el piso.
El señor Dickens rezó:
–"Oh Señor de la mesa dadivosa, oh Señor que brin­das una cosecha infinita para beneficio de tus muy res­petuosos siervos reunidos aquí en amante humillación, oh Señor que ornas nuestras fiestas con rábanos brillantes y resplandeciente pollo, que pones ante nosotros el vino de la estación estival, la limonada, y que nos haces humil­des ante los simples placeres de las patatas, la modesta cebolla y, como final, según me indica el olfato, la mag­nífica tarta de frutillas, maravillosamente cubierta de frutas de nuestro propio jardín; por todo esto y por la buena compañía, muchas gracias. Amén."
–Amén –respondieron todos excepto el señor Wy­neski.
Esperamos.
–Amén, supongo –dijo el barbero.
.
¡Qué verano! Ninguno como ése en toda la historia de Green Town. Nunca en mi vida me levanté tan tem­prano, tan feliz. Saltaba de la cama cinco minutos antes de la hora; un minuto después en París, a las seis de la mañana en la embarcación que cruzaba el Estrecho desde Calais, los blancos acantilados, el cielo como una ventisca de gaviotas, Dover, luego la diligencia de Londres, y el puente de Londres al mediodía. El almuerzo con limo­nada bajo los árboles, con el señor Dickens, el perro que nos lamía las mejillas refrescándonos, luego de vuelta a París para el té de las cuatro y... 
– ¡Acerca el cañón, Pip! 
–¡Sí, señor!
–¡Arremete contra la Bastilla! 
–¡Sí, señor!
Y los cañones disparaban y la chusma corría, y en medio de todo eso, yo, el secretario principal del señor Dickens, de Green Town, Illinois, con los ojos fuera de las órbitas, los tímpanos a punto de estallar y el pecho que me bullía de alegría, pues yo soñaba ser también un es­critor, y ahí estaba armando una historia con el mejor de todos.
–La señora Defarge se pasaba las horas tejiendo. Yo alzaba los ojos y veía a mi abuela que tejía cerca de la ventana.
–¿Quién era y qué hacía Sidney Carton? Un hombre de sensibilidad, un hombre de muchas lecturas, reflexivo y activo a la vez.
El abuelo se paseaba, cortando el césped. Detrás de las colinas se oyeron unos tambores y unos disparos: una tormenta de verano estallaba y derribaba murallas invisibles... 
El señor Wyneski.
No sé cómo lo descuidé. De algún modo me olvidé de la misteriosa insignia giratoria de la peluquería, que ve­nía de la nada y desaparecía, en espiral, en la nada, y del pelo de fábula que crecía en el piso de blancas baldosas. El señor Wyneski tenía que volver a casa todas las noches y enfrentarse con ese escritor de larga cabellera a la que le hacía falta un buen corte, siempre de pie ante la misma mesa, dándole gracias al Señor por esto y por aquello, y el señor Wyneski que no agradecía nada. Y ahí estaba yo, mirando fijamente al señor Dickens como si él fuera Dios, hasta que una noche se oyó la voz de la abuela:
–¿Decimos la acción de gracias?
–El señor Wyneski está cavilando en el patio –dijo el abuelo.
Eché una ojeada culpable a través de la ventana.
–¿Cavilando?
El abuelo reclinó la silla hacia atrás para poder ver.
–Cavilando es la palabra. Le ha dado un puntapié al rosal, otro a los verdes helechos al pie de la galería, y ha perdonado al manzano. Dios lo hizo demasiado duro. Ahí está, acaba de dar un salto sobre el macizo de dientes de león. Aquí viene, Moisés atravesando el Mar Negro de hiel.
Se oyó un portazo. El señor Wyneski estaba de pie a la cabecera de la mesa.
–¡Yo diré la oración de gracias esta noche!
Echó una mirada feroz al señor Dickens.
– Pues, sí, claro –dijo la abuela–. Sí, por favor.
El señor Wyneski cerró con fuerza los ojos y entonó una oración destructiva:
–Oh Señor que me diste un hermoso mes de junio y un menos hermoso julio, ayúdame a sobrevivir a agosto de algún modo.
"Oh Señor, líbrame de la chusma y de los motines en las calles de Londres y París que atraviesan mi cuarto noche y día, siendo los principales miembros de dichos motines un niño que camina en sueños, un hombre de apellido extraño y un Perro que ladra a la gentuza y a los perros rabones.
"Dame fuerzas para resistir los gritos de fraude, la­drón, truhán y artista de pacotilla que me vienen a la boca.
"Ayúdame para que no eche a correr sin detenerme hasta la jefatura de policía y les informe a gritos que muy probablemente el nombre verdadero del hombre que comparte nuestro modesto pan es Joe Pike, de Wilkesboro, buscado por falsificador, o Bull Hammer, de Hornbill, Arkansas, reclamado por maldad sórdida y raterías en Oskaloosa.
"Señor, salva a los niños inocentes de este mundo de las garras crueles de los burladores.
"Y, Señor, ayúdame a decir con serenidad y con toda deferencia por la señora aquí presente, que si un tal Charles Dickens no está mañana en el tren del mediodía con destino a Potters Grave, Lands End o Kankakee, yo, como Dalila, con toda malicia, le esquilmaré los bigotes a la oveja negra y los freiré como chuletas para cenas crepusculares o refrigerios de medianoche.
"Pido, Señor, no misericordia para el indigno, sino simple justicia para el perverso.
"Todos los que estén de acuerdo, digan 'Amén'."
El señor Wyneski se sentó y apuñaló una patata.
Durante un largo rato todos nos quedamos petrifi­cados.
Luego, el señor Dickens, con los ojos cerrados, dejó escapar un gemido.
–¡Ohhhhhhhh...!
Fue un lamento, un quejido, una muestra de deses­peración tan prolongada y profunda que parecía el tren en el campo, el día de la llegada del señor Dickens.
–Señor Dickens –dije.
El señor Dickens se puso de pie, enceguecido, dio vuel­tas, tocó los muebles, se sostuvo en las paredes, se aferró al marco de la puerta, equivocó el camino y subió a tien­tas las escaleras.
–¡Ohhhhh...!
Era el largo quejido de un hombre que hubiese dado un salto desde un acantilado a la eternidad.
Parecía como si estuviéramos esperando a que tocase fondo.
A la distancia, en las colinas, en la parte superior de la casa, una puerta se cerró con estrépito. Mi alma dio un vuelco y sentí que moría.
–Charlie –dije–. ¡Oh, Charlie!

Esa noche, muy tarde, Perro aulló.
Y la causa era ese sonido, ese grito similar, aunque contenido, que venía del cuarto de la torre.
–¡Dios me libre! –dije–. Llamen al plomero. Todo cae por el desagüe.
El señor Wyneski se paseaba por la calzada, de aquí para allí, sin ir a ninguna parte.
El abuelo encendió la pipa con una cerilla.
–Esta es la cuarta vuelta que da a la manzana.
–¡Señor Wyneski! –grité.
Ninguna respuesta. Los pasos se alejaron.
–Dios mío. Me siento como si hubiese perdido una guerra –dije.
–No, Ralph. Perdón, Pip –me contestó el abuelo, sentándose en los escalones junto a mí–. Cambiaste de generales en mitad de la batalla. Eso es todo. Y ahora uno de esos generales se siente tan afligido que se ha vuelto malvado.
–¿El señor Wyneski? ¡Casi lo odio!
El abuelo dio unas pitadas a la pipa.
–No creo que sepa siquiera por qué se siente tan afligido y malvado. Un dentista misterioso le ha arran­cado un diente durante la noche, y ahora tienta el dolor con la lengua en el espacio hueco.
–No estamos en la iglesia, abuelo.
–Que suprima las parábolas ¿eh? En palabras sim­ples, Ralph, tú barrías el pelo en el negocio de ese hom­bre. Y es un hombre sin mujer, sin familia, que sólo tiene su trabajo. Un hombre sin familia necesita tener a al­guien en alguna parte del mundo, lo sepa o no.
–Mañana lavaré los vidrios de la peluquería –dije yo–. Aceitaré la insignia de franjas blancas y rojas para que gire como loca.
–Estoy seguro de que lo harás.
Un tren resonó en el silencio de la noche.
El perro ladró.
El señor Dickens contestó con un extraño gemido desde el cuarto alto.
Me fui a la cama y oí el reloj del municipio dar la una, después las dos y por último las tres.
Fue entonces cuando oí un llanto apagado. Salí al pa­sillo y me puse a escuchar a la puerta de nuestro pen­sionista.
–¿Señor Dickens?
El débil sonido cesó.
La puerta estaba sin llave. Me atreví a abrirla.
–¿Señor Dickens?
–Aquí no hay nadie de ese nombre –me contestó el señor Dickens.
Estaba acostado, a la luz de la luna; de los ojos, fijos en el cielo raso, corrían abundantes lágrimas.
–¿Señor Dickens?
–Aquí no hay nadie de ese nombre –me repitió el señor Dickens. Movió la cabeza de un lado a otro–. Na­die de ese nombre en este cuarto, en esta cama, en este mundo.
–Usted –le dije–. Usted es Charles Dickens. 
–Deberías saber que no es así –me respondió el hom­bre con desconsuelo–. Ya pasó la medianoche y está por llegar la claridad.
–Lo único que sé – dije–es que lo he visto escribir todos los días. Le he oído hablar todas las noches. –Es verdad, es verdad.
–Y apenas termina un libro comienza otro. Y además tiene usted una letra muy hermosa.
–También es cierto. –El señor Dickens movió afirma­tivamente la cabeza.–¡Sí, por todos los diablos, es cierto! 
–¡Entonces! –Di una vuelta alrededor de la mesa.–¿Qué razones hay para que usted, un escritor mundialmente famoso, sienta tanta pena por sí mismo?
–Tú sabes y yo sé que soy un don nadie venido de ninguna parte, en camino hacia la eternidad con una lin­terna apagada, y sin velas. 
–Pamplinas –dije.
Fui hacia la puerta. Yo estaba furioso con el señor Dickens porque no era capaz de resistir hasta el fin y es­tropeaba un verano maravilloso.
–¡Buenas noches! –sacudí con fuerza la perilla de la puerta. 
–¡Espera!
Fue un grito de pena tan poco perentorio, tan sordo que dejé caer la mano, pero no me volví. 
–Pip –llamó el anciano en la cama. 
–¿Sí?–le contesté malhumorado. 
–Quedémonos en paz los dos. Ven, siéntate. 
Sin apuro, me senté en la silla de madera al lado de la mesa de noche. 
–Háblame, Pip. 
–Dios bendito, a las tres...
–...de la mañana, sí. Es una hora espantosa. El atar­decer está muy lejano y para el alba faltan diez mil kiló­metros. Tenemos necesidad de amigos en esta hora. Y puesto que tú eres mi amigo, pregúntame cosas. 
-¿Como que?
–Tú sabes. 
Me quedé pensativo un momento y suspiré.
–Bueno, muy bien, ¿Quién es usted?
Durante un rato el hombre se quedó en silencio ti­rado en la cama y luego trazó las palabras en el cielo raso con la punta invisible de la nariz y dijo:
–Soy un hombre que nunca pudo cumplir un sueño.
–¿Qué?
–Quiero decir, Pip, que nunca llegué a ser lo que quería. Yo también me quedé en silencio.
–¿Qué quería ser? 
–Un escritor. 
–¿Trató de serlo?
–¡Traté! –exclamó el hombre, perdiendo casi el aliento en un ataque de risa incontenible–. Traté –dijo recobrándose–. Dios de misericordia, hijo, nunca habrás visto emplear tanta saliva, tinta y sudor. Agoté una fá­brica de tinta, arruiné una compañía papelera, estropeé para siempre seis docenas de máquinas de escribir, con­sumí diez mil lápices Ticonderoga de mina suave. 
–¡Oh! –exclamé. 
–Ya puedes decir ¡oh! 
–¿Qué escribió?
–¡Qué no escribí! Poesía. Ensayo. Drama. Farsa. Cuento corto. Novela. Mil palabras por día, muchacho, todos los días durante treinta años, pues no pasó un día sin que escribiera y atacara el papel. Millones de pala­bras pasaron de mis dedos al papel y todo era malo. 
–¡Imposible!
–¡Sí! No mediocre, no regular. Pura y sencillamente un espanto de malo. Mis amigos lo sabían, los editores lo sabían, los maestros lo sabían y a las cuatro de la tarde de un día hermoso y extraño, yo también lo supe.
–Pero no se puede escribir durante treinta años sin... 
–¿Tropezar con lo bueno? ¿Sin dar en la tecla? Mí­rame bien, Pip. Observa a un hombre de talento singular y habilidad reconocida, el único hombre de la historia que escribió cinco millones de palabras sin dar vida al más mínimo trozo de cuento que permitiese exclamar: ¡Eureka, por fin algo bueno! 
–¿Nunca vendió un cuento?
–Ni un chiste de dos renglones. Ni un soneto para los diarios. Ni un aviso, ni una nota necrológica. Ni siquiera una receta de conservas. ¿No es extraño? Ser tan notablemente aburrido, tan ridículamente inepto. Nada de lo que yo escribí provocó nunca una sonrisa, una lágrima, un enojo o un golpe. ¿Y sabes lo que hice el día que descubrí que nunca sería escritor? Acabé con mi vida. 
–¿Acabó con su vida?
–Terminé conmigo, me destruí. ¿Cómo? Pues hice las valijas y me obligué a emprender un largo viaje por tren. Una noche me senté durante largo rato en la plataforma del último vagón y una noche eché a volar, a lo largo de los rieles, como pájaros asustados, mis páginas manus­critas. Desparramé una novela a través de Nebraska, mis leyendas homéricas por el norte, mis sonetos de amor por Dakota del Sur. Abandoné mis ensayos en el baño de hombres de Harvey House, en Clear Springs, Idaho. Los campos de trigo del final del verano conocieron mi prosa. Excelente abono que seguramente produjo copiosas co­sechas mucho después de mi paso. Llevé conmigo dos baúles de mi alma en ese largo viaje estival. Así cele­braba yo a mi poco agraciada persona. Y uno a uno, despacio al principio, rápido después, arrojé cuento tras cuento. Los saqué de mi vida, de mi cabeza, de mis ma­nos, y se hundieron en ríos nocturnos de polvo, en pra­deras de continentes perdidos entre arenas y rocas soli­tarias. Y el tren se arrastró por una curva con un terrible y lóbrego quejido que algo tenía de alivio. Y abrí las manos y dejé caer mis últimos amados engendros.
"Cuando llegué a la distante terminal de la línea, los baúles estaban vacíos. Había bebido mucho, comido poco, llorado a veces, en la soledad de mi camarote, pero me había desprendido de las amarras, de los pesos muertos y los sueños y, al final del viaje, había conseguido (¡Dios sea loado!) cierta paz digna y una gran certeza. Me sentí renacer. Me dije a mí mismo: ¿Qué pasa? Soy un hom­bre nuevo.
El hombre hablaba y veía todo esto pintado en el cielo raso, y también yo lo vi, a la luz de la luna, como una película cinematográfica.
–Soy un hombre nuevo, me dije, y cuando bajé del tren al concluir ese largo verano de limpieza y de repen­tino renacimiento me miré en el espejo manchado de moscas y de gotas de lluvia de una de esas máquinas que venden goma de mascar, en una estación perdida de Peachgum, Missouri, y me vi la barba crecida en dos meses de viaje, y el pelo que el viento me había revuelto a tontas y a locas, y dije entonces en voz baja: "Cómo, Charles Dickens, ¿es usted?"
El hombre, recostado en la cama, rió suavemente.
–"¿Cómo, Charlie, dije, señor Dickens, es usted?"
Y la imagen reflejada en el espejo me contestó: "¡Dia­blos, señor! ¿Y quién otro habría de ser? Déjeme pasar. Voy a dar una conferencia muy importante."
–Realmente, ¿dijo usted eso, señor Dickens?
–Por los pilares y templos de la verdad divina, Pip.
Y me aparté, y eché a andar por una ciudad descono­cida y al fin supe quién era yo, y padecí fiebres al pensar en todo lo que podría hacer en mi vida renacida y en todo el trabajo maravilloso que me esperaba. Pues, Pip, esto debió de haber estado creciendo; durante todos esos años de producción y de aceptación de la derrota, mi subconsciente anterior debe de haber estado susurrándome: "Espera tranquilo. Las cosas se pondrán negras como noche sin luna pero en el momento preciso yo te salvaré."
"Y tal vez lo que me salvó fue precisamente lo mismo que causó mi ruina: el respeto por mis mayores; los per­sonajes importantes y los grandes fantoches que yo con­templaba en las espléndidas cumbres literarias desde mi canoa en el cauce de un río seco.
"Pues, no sabes, Pip, cómo devoré a Tolstoi, me abrevé en Dostoievsky, gusté a Maupassant, me nutrí de Flaubert y Moliere. Puse los ojos en dioses demasiado elevados. Leí demasiado. De modo que cuando mi obra se desva­neció, la de ellos se afianzó. De repente advertí que no podía olvidar sus libros, Pip. –¿No podía?
–Quiero decir que no podía olvidar ni una letra de cualquier palabra de cualquier oración de cualquier pá­rrafo de cualquiera de los libros que hubiesen pasado bajo estos hambrientos y omnívoros ojos.   –¡Memoria fotográfica! 
–Exacto. Todo Dickens, Hardy, Austen, Poe, Haw­thorne, conservados en esta vieja cámara fotográfica, es­perando a que mi lengua los diese a la imprenta. Du­rante todos esos años nunca supe, nunca sospeché que yo tenía todo esto oculto. Pídeme que hable distintas lenguas. Kipling es una de ellas. Thackeray, otra. Si alguien pesa un trozo de carne, soy Shylock. Si alguien sopla una vela, soy Otelo. ¡Todo, todo, Pip, todo! –¿Y entonces, qué pasó?
–Y entonces, Pip, pasó que volví a mirar ese espejo marcado por las moscas y dije: "Señor Dickens, puesto que todo esto es cierto, ¿cuándo escribe usted su primer libro?" "¡Ahora!", exclamé. Y compré papel y tinta y desde entonces he conocido el delirio y la alegría, la locu­ra y el feliz frenesí escribiendo, unos tras otro, todos esos libros de Charles Dickens, es decir, míos, de mi propio ser, de mí mismo. He recorrido la vastedad continental de los Estados Unidos de Norteamérica y me he estable­cido para escribir y actuar, actuar y escribir. He pro­nunciado conferencias aquí, reflexionado allá, un poco dentro y un poco fuera de mi locura, reconocido y des­conocido, demorándome aquí para concluir Copperfield, vagando por allá mientras pensaba en Dombey e Hijo, presentándome a tomar el té con el fantasma de Marley en algún pálido atardecer navideño. A veces me quedaba inviernos enteros detenido por la nieve en pequeños pue­blos que no aparecen en ningún mapa, sin que nadie sospechara que Charles Dickens soportaba allí la hiber­nación. Luego reaparecía súbitamente como la nutria en la primavera y seguía mi camino. A veces me quedaba veranos enteros en la misma ciudad antes que me obli­garan a partir. Porque, tal como tu señor Wyneski, hay muchos que no pueden perdonar lo fantástico, Pip, aun­que eso fantástico sea eminentemente práctico. El señor Wyneski carece de humor, muchacho, no ve que todos hacemos lo que necesitamos para sobrevivir. Algunos ríen, otros lloran, unos golpean el mundo con los puños, otros corren, pero todo se reduce a lo mismo: hacer algo.
"En el mundo hay mucha gente que se está ahogando. Cada uno intenta llegar a la orilla de una manera dis­tinta.
"¿Y el señor Wyneski? El hace algo con un par de tijeras, pero no entiende mi pluma entintada ni mis hojas garrapateadas con las que intento apresar el alma inglesa que tengo en préstamo.
El señor Dickens sacó los pies de la cama y alargó la mano para alcanzar el maletín. Yo lo tomé antes.
–¡No, usted no se puede ir! ¡Todavía no ha termi­nado el libro!
–Pip, querido muchacho, no has estado escuchán­dome.
–¡El mundo entero está esperando! ¡No puede mar­charse y dejar Historia de dos ciudades por la mitad!
El señor Dickens me quitó la valija.
–Pip... Pip...
–¡No puede, Charlie!
El hombre me miró a la cara, y me vio tan arrebatado que retrocedió.
–¡Yo espero –exclamé–, y ellos esperan!
–¿Ellos?
–Las multitudes en la Bastilla. París. Londres. El mar de Dover. ¡La guillotina!
Corrí a abrir aún más las ventanas como si el viento nocturno y la luz de la luna pudiesen arrastrar los so­nidos y las sombras para que se deslizaran por la alfombra y se le metiesen dentro de los ojos. Las cortinas flamea­ron como fantasmas y yo juro que oí, que Charlie oyó, traídos por los quejidos de ese viento, el tumulto de las multitudes, las ruedas de los carruajes, el agudo chirrido de las cuchillas filosas que caían golpeando, las cabezas que rodaban parecidas a repollos, los cantos de guerra...
 –¡Oh, Pip... Pip...!
Las lágrimas brotaban de los ojos del señor Dickens. Yo había sacado lápiz y papel. 
–Bien... –dije.
–¿Dónde estábamos esta tarde, Pip? 
–Con la señora Defarge, que tejía. 
El señor Dickens dejó caer el maletín. Se sentó en el borde de la cama y las manos empezaron a movérsele, tejiendo y destejiendo, atando y desatando; clavó la vista en esas manos y comenzó a hablar. Yo escribía y él siguió hablando con ímpetu creciente durante el resto de la noche.
–La señora Defarge. Sí... bien. Anota esto, Pip: Ella...

–Buenos días, señor Dickens.
Me dejé caer en la silla del comedor.
El señor Dickens ya había terminado la mitad de su pila de panqueques.
Tomé un bocado y reparé entonces en la pila aún más alta de páginas que había sobre la mesa.
–Señor Dickens –le pregunté–. ¿Ha terminado ya Historia de dos ciudades?
–He terminado –el señor Dickens siguió comiendo con los ojos bajos–. Me levanté a las seis; he trabajado sin interrupción. Está terminada, concluida, lista.
–¡Vaya! –exclamé.
Se oyó el silbato de un tren. Charlie se irguió, y aban­donando el desayuno, se puso súbitamente de pie y fue hacia la salida. Oí el portazo de la puerta principal y salí corriendo a la galería desde donde lo vi cuando ya estaba por alcanzar la calle, con el maletín en una mano.
Caminaba tan rápido que tuve que correr. Me puse a dar vueltas alrededor de Charlie mientras él seguía caminando hacia la estación ferroviaria.
–¡Señor Dickens, el libro estará terminado, es cierto, pero todavía no está publicado!
– Encárgate tú, Pip.
Charlie huía. Yo lo seguía jadeante.
–¿Y David Copperfield? ¿Y la pequeña Dorrit?
–¿Amigos tuyos, Pip?
–Suyos, señor Dickens, Charlie... ¡Oh, Dios mío, si usted no los escribe, nunca vivirán!
–Se las arreglarán de algún modo.
El señor Dickens desapareció a la vuelta de una es­quina. Lo seguí de un salto.
–Charlie, espere. Le daré un nuevo título: Los pape­les..., sí, Los papelee de Pickwick.
El tren llegaba en ese momento a la estación.
Charlie corrió.
–¡Y después Casa desolada, Charlie, y Tiempos difí­ciles, y Grandes... señor Dickens, escúcheme... ilusio­nes. ¡Oh, mi Dios!
Charlie se había alejado mucho y sólo le pude gritar:
–¡Está bien, diablos, siga! ¡Deje todo y váyase! ¿Sabe lo que yo voy a hacer? ¡No merece que lo lea! ¡No lo merece! Así que ahora ni siquiera me molestaré en ter­minar de leer Historia de dos ciudades. ¡Ni pienso ha­cerlo! ¡No, por cierto!
Ya se oía la campana de la estación. El tren estaba envuelto en humo. Pero el señor Dickens caminaba más despacio.
Al fin se detuvo en medio de la calle. Yo me acerqué y me quedé mirándole la espalda.
–Pip –dijo suavemente– , ¿es verdad lo que acabas de decir?
– Usted –exclamé–, usted no es más que... –Me devané los sesos pensando qué decirle y se me ocurrió.–... Una pizca de mostaza, un pedazo da patata cruda que nadie ha digerido todavía.
–¿Qué? ¿Un impostor?
–¡Un impostor! ¡Me importa un comino lo que le ocurra a Sidney Carton!
–Es de lejos lo mejor que he hecho, Pip. Tienes que leerlo.
–¿Por qué?
–Porque lo escribí para ti.
Tuve que recurrir a todas mis fuerzas para responder­le a los gritos:
–¿Y qué hay?
–Y –dijo el señor Dickens–, que acabo de perder el tren. Faltan cuarenta minutos para el próximo.
–Entonces tiene usted tiempo –le contesté.
–¿Tiempo para qué?
–Para conocer a alguien. Venga, Charlie, y le pro­meto que terminaré de leer ese libro. Es allí, allí no más, Charlie.
–¿Dónde? ¿En la biblioteca?
–Diez minutos, señor Dickens, déme sólo diez minutos, Charlie, por favor.
–¿Diez?
Y el señor Dickens dejó al fin que yo lo guiara como a un ciego hasta la escalinata de la biblioteca, y entró desganado en el edificio.

La biblioteca era como una cantera de piedra en la que no hubiera llovido durante diez mil años.
De un lado, lejos, el silencio.
Más allá, del otro lado, la quietud.
Era como ese instante que hay entre algo que ha ter­minado y algo que comienza. Nadie moría allí. Nadie nacía. La biblioteca y todos aquellos libros simplemente estaban.
El señor Dickens y yo esperamos en un extremo del silencio. El temblaba. Recordé de pronto que nunca lo había visto allí durante todo el verano. Temía que yo lo acercara a los anaqueles de obras de ficción y verse así  obligado a enfrentarse con todos esos libros escritos, aca­bados, concluidos, impresos, sellados, prestados, leídos, re­parados y archivados. Pero yo no iba a ser tan necio. De todos modos, el señor Dickens me tomó del brazo y susurró:
–Pip, ¿qué diablos estamos haciendo aquí? Vayámo­nos. Hay...
–Escuche... – murmuré.
De lejos, desde algún rincón de la biblioteca, llegaba un ruido parecido al de una polilla que se mueve en sueños.
–¡Bendito sea! – Los ojos se le agrandaron al señor Dickens.–Yo conozco ese sonido.
–¡Claro que sí!
–Es el sonido –dijo el señor Dickens conteniendo la respiración e inclinando la cabeza–de alguien que escribe.
–Sí, señor.
–De alguien que escribe con una lapicera. Y... escribe...
–¿Qué?
–Poesía –murmuró el señor Dickens–. Eso es. Al­guien, en algún cuarto perdido, vaya a saber en qué recónditas profundidades, Pip, juro que está escribiendo un poema. ¿Lo oyes? ¿Oyes el rasgueo y el garrapatear de la pluma? Esas no son cifras, Pip, ni números, ni hechos escuetos. ¿No adviertes cómo se desliza, cómo corre? ¡Un poema, Dios mío, sí, no cabe duda, un poema!

– Señora –dije en voz alta.
El ruido de polilla cesó.
–No la obligues a detenerse –murmuró el señor Dic­kens–, No le cortes la inspiración. ¡Déjala seguir!
El ruido de polilla continuó de nuevo.
La pluma susurró deslizándose, y se detuvo, y susurró otra vez. Sacudí la cabeza y moví los labios, lo mismo que el señor Dickens, ambos pendientes, en suspenso, envueltos en un aire frío como el mármol, escuchando unos ecos y rasguidos en profundidades distantes.
La pluma continuó deslizándose, susurrando.
De pronto, silencio.
El señor Dickens me tocó apenas con el codo.
–¡Listo!
Nunca llamé con tanta urgencia, en voz baja. –¡Señora!
Algo murmuró en los corredores. La bibliotecaria apareció ante nosotros. Una señora de edad indefinida, ni joven ni vieja; de color indefinido, ni muy morena ni muy pálida; de estatura indefinida, ni alta ni baja, pero un tanto frágil. Una mujer acostum­brada a hablar consigo misma en un susurro parecido al de unas páginas que se vuelven. Una mujer que se des­lizaba como caminando sobre ruedas ocultas.
Llegó con un suave rostro de lámpara, iluminando el camino con los ojos.
Los labios se le movían y las palabras le bullían detrás de la mirada ensimismada.
Charlie le leyó los labios con avidez. Asintió. Esperó a que la mujer se detuviera y nos enfocara con la mirada, cosa que hizo repentinamente. Retomó el aliento y se rió de sí misma.
–Oh, Ralph, eres tú y –una mirada de reconocimien­to le dulcificó el rostro–usted es el amigo de Ralph, el señor Dickens, ¿no es cierto?
Charlie la miró fijamente con una devoción tranquila y casi alarmante.
– Señor Dickens –dije–, quiero presentarle... 
–"Porque no pude detenerme a esperar la Muerte" – Charlie citaba de memoria, con los ojos cerrados.
La bibliotecaria parpadeó con rapidez y la frente se le iluminó como una lámpara y tomó un color blanque­cino.
–Señorita Emily –dijo el señor Dickens. 
–La señora se llama... –intervine. 
El señor Dickens se adelantó a tocar la mano de la mujer.
–La señorita Emily.
–Encantada –contestó la mujer–. ¿Pero cómo...? 
–¿Adiviné el nombre? ¡Bendito Dios, señora, la oí garrapatear a lo lejos a toda prisa; sólo los poetas hacen eso!
–No es nada...
–La cabeza erguida, alto el mentón –dijo Charlie con dulzura–. "Porque no pude detenerme a esperar la Muerte" es un hermoso poema, de primera categoría. 
–Mis propios poemas son tan malos... –le contestó la mujer nerviosamente–. Copio los de ella para apren­der.
–¿Copia a quién? –dije abruptamente.
–Excelente manera de aprender.
–¿De verdad le parece? –
La mujer miró a Charlie con detenimiento.
–¿No está usted...?
–¿Bromeando? No. No con Emily Dickinson, señora.
–¿Emily Dickinson? –pregunté yo.
–Viniendo de usted eso significa mucho, señor Dic­kens. –La mujer se sonrojó.
–He leído todos los libros de usted.
–¿Todos? –el señor Dickens retrocedió.
– Todos –se apresuró a agregar la señorita Emily–los que lleva usted publicados hasta ahora, señor.
–Acaba de escribir uno –intervine–excepcional. Historia de dos ciudades.
–¿Y usted, señora? –le preguntó Charlie bondado­samente.
Ella abrió las manos delicadas, como para que escapara un pájaro.
–¿Yo? Ni siquiera he mandado un poema a nuestro periódico local.
–¡Pues tiene que hacerlo! –exclamó Charlie con ver­dadera pasión–. No mañana, ¡hoy mismo!
–Pero –la voz de la señorita Emily era apenas audi­ble–, no tengo nadie a quien leérselos antes.
–Vamos –dijo Charlie quedamente–. Lo tiene a Pip y acepte mi tarjeta... Charles Dickens... Que vendrá a visitarla de cuando en cuando, si usted lo permite, a ver si todo marcha bien en este celestial depósito de libros.
–No podría... – dijo ella, y tomó la tarjeta.
–Vamos. Tiene que hacerlo. Yo sólo ofrezco rebanadas calientes de pan blanco, pero las palabras de usted han de ser mermelada y miel de verano. Yo leeré textos lar­gos y sencillos. Usted, breves éxtasis que exaltan la vida, tentada por momentos por esa extraña y deliciosa Muer­te en la que tantas veces busca apoyo. Basta ya. Allí –se­ñaló algo–, al final del largo corredor, está la lámpara encendida, lista para guiarle la mano... la Musa espera. Cuídela y aliméntela bien. Adiós.
–¿Adiós? –preguntó la mujer–: ¿No significa eso "a Dios la encomiendo"?
–Eso he oído, querida señora, eso he oído.
Y de repente nos encontramos otra vez a la luz del sol. El señor Dickens casi tropezó con el maletín que allí lo aguardaba.
En la mitad del prado, el señor Dickens se quedó muy quieto y dijo:
–El cielo es azul, muchacho.
–Sí, señor.
–Y el césped verde.
–Claro. –Me detuve y miré alrededor.–Quiero de­cir, si, verdaderamente.
–Y el viento... ¿hueles la dulzura del viento?
Los dos aspiramos el soplo del viento. El señor Dickens prosiguió:
–Y en el mundo hay niños notables de imaginación sorprendente y que conocen los secretos de la salvación.
Me palmeó el hombro. La cabeza gacha, yo no sabía qué hacer. Y entonces me salvó un silbato. 
–¡Ah! ¡El tren! ¡Ahí viene!
–Ahí se va. Y nosotros vamos a casa, muchacho. 
–¡A casa! –exclamé con alegría, pero en seguida me detuve–. ¿Pero qué va a pasar con el señor Wyneski?
–Oh, al fin y al cabo te tengo mucha confianza, Pip. Todas las tardes, mientras yo tomo el té y descanso la cabeza, tú correrás a la peluquería y... 
–Barreré el pelo...
–Bravo, muchachito. Es bien poco. Un préstamo de amistad del Banco de Inglaterra al Primer Banco Nacio­nal de Green Town, Illinois. ¡Y ahora, Pip, un lápiz! 
–¿Papel? 
–Papel. 
Caminamos bajo los suaves y verdes árboles del verano.
–Título, Pip.
El señor Dickens alzó el bastón para escribir un mis­terio en el cielo. Yo entorné los ojos ante esa invisible cali­grafía.
Almacén...
Escribió una segunda palabra en el aire.
de... –traduje.
–¿Qué tal suena como titulo, Pip?
–No parece, bueno... –titubeé–terminado del todo, señor.
–¡Qué buen cristiano eres! ¡Sigo! 
Escribió una última palabra, al sol:
–De... an... ti... Almacén de antigüedades. ¡Em­pezamos una novela, Pip!
–Sí, señor–exclamé–. ¡Capítulo Primero!

Una ráfaga de nieve sopló entre los árboles.
–¿Qué es eso? –pregunté, y contesté:
Bueno, el verano ha pasado. Las páginas del calenda­rio, todas las horas y los días, igual que en el cine, se han ido esparciendo detrás de las colinas. Charlie y yo ya no trabajamos juntos. Terminaron los muchos días en la bi­blioteca. Las innumerables noches de lectura en voz alta con la señorita Emily, pertenecen al pasado. Los trenes llegaron y partieron. Muchas lunas crecieron y mengua­ron. Vienen nuevos trenes, y nuevas vidas vacilan en la orilla. Y de repente la señorita Emily de pie, allí, y Charlie aquí con todo el equipaje, me entregan una bolsa de papel.
–¿Qué es esto?
–Arroz, Pip, arroz blanco común para el rito de la fertilidad. Arrójanos el arroz, muchacho. Despídenos con alegría. ¿Oyes esas campanas, Pip? Aquí parten el señor y la señora Dickens. ¡Tira, muchacho! ¡Tira! ¡Tira!
Y tiré arroz y corrí. Corrí y tiré arroz de nuevo, y ellos montados en la plataforma del último vagón hacían señas hasta que se perdieron de vista mientras yo les gritaba:
–¡Adiós, feliz matrimonio, Charlie...! ¡Felices años! ¡Regresen! Felices... Felices...
Y supongo que entonces me puse a llorar y el perro empezó a morderme los zapatos, celoso pero feliz de tenerme para él solo de nuevo, y el señor Wyneski me esperaba en la peluquería para entregarme la escoba y hablarme como a un hijo.
Y el otoño vino y se demoró y al fin llegó una carta del matrimonio viajero.
La guardé sin abrir todo el día y, al atardecer, mientras el abuelo rastrillaba las hojas, cerca de la galería, salí a mirarlo, y sostuve la carta esperando a que alzara los ojos y la viera, cosa que por fin hizo, y entonces la abrí y la leí en voz alta en el crepúsculo de octubre:
–"Querido Pip" –leí, y cuando vi mi antiguo nombre me detuve, pues las lágrimas me nublaban los ojos.
–"Querido Pip: Esta noche estamos en Aurora, maña­na estaremos en Felicity y pasado mañana en Elgin.
Charles tiene seis meses de conferencias por delante. Char­lie y yo trabajamos sin descanso y somos muy felices... extremadamente felices... ¿Hace falta que lo diga? "Charlie me llama Emily.
"Pip, no creo que tú sepas quién era Emily, pero hubo una vez una poetisa de ese nombre y espero que algún día pidas los libros de ella en la biblioteca.
"Bueno, Charlie me mira y dice: 'Esta es mi Emily', y yo casi lo creo. No. Lo creo en serio."
Me detuve, tragué con fuerza y seguí leyendo: –"Estamos locos, Pip.
"La gente lo dice. Nosotros lo sabemos. Y, sin em­bargo, seguimos.
"Estar locos juntos es muy hermoso. "Lo que ya no podía soportar era estar loca sola. "Charlie te manda cariñosos recuerdos y quiere que sepas que ha comenzado un nuevo libro, magnífico, tal vez el mejor que haya escrito hasta ahora. Tú mismo le sugeriste el título: Casa desolada.
"De modo, Pip, que escribimos y viajamos, viajamos y escribimos. Y uno de estos años tal vez regresemos en el tren que se detiene a cargar agua en tu pueblo. Y si tú estás allí y nos llamas con los nombres que tenemos ahora, bajaremos del tren. Pero quizá en ese entonces hayas crecido demasiado. Y si cuando el tren se detiene, Pip, tú no estás allí, comprenderemos y dejaremos que el tren nos lleve a otra ciudad, y luego a otra. "Firmado: Emily Dickinson.
"P.S. Charlie dice que tu abuelo es el vivo retrato de Platón, pero que no se lo digas. "P.P.S. Charlie es mi amor."
–Charlie es mi amor –repitió el abuelo, sentándose y tomando la carta para volver a leerla–. Bueno, bue­no... –suspiró–. Vaya, vaya...
Nos quedamos sentados allí largo rato mirando el cielo encendido de octubre y las estrellas recientes. Como a un kilómetro ladró un perro. A kilómetros de distancia, en la línea del horizonte, pasó un tren, y se oyó el silbato, y lue­go la campana una, dos, tres veces, y al fin desapareció. 
-Sabes -dije-, no creo que esten locos.
-Tampoco yo, Pip -dijo el abuelo encendiendo la pipa y soplando la cerilla-. Tampoco yo.